La lectura que hoy se lee en la Misa Tradicional (Ez 34,11-16) va precedida por la acusación del Señor contra los pastores de Israel: “Las ovejas se han dispersado, por falta de pastor, y se han convertido en presa de todas las fieras del campo” (v. 5). No quedaban pastores que se ocupasen del rebaño. Aquellos que habían sido designados, sólo se apacentaron a sí mismos (v. 8).
En este contexto, el Señor dice en la lectura de hoy:
“Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él (…). Las apacentaré en buenos pastos (…). Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma (…): las pastorearé con justicia” (Ez 34,11.14.16).
Especialmente en tiempos en que aquellos que han sido llamados a apacentar a la grey de Dios no cumplen su tarea, el Señor mismo se muestra como Buen Pastor. Por trágica que sea esta situación, Dios no deja languidecer a su pueblo y lo guía por sus caminos.
Éste es un mensaje esencial para nuestro itinerario cuaresmal. En estos tiempos de tanta confusión quedan sólo pocos pastores que nos den una clara orientación, que tan necesaria sería. Los lobos, en cambio, abundan.
Dada esta situación, se torna aún más importante percibir que el Señor mismo nos guía y no deja que su rebaño sucumba. Al mismo tiempo, Dios nos muestra cómo actúa un buen pastor.
El evangelio de hoy nos presenta el Juicio Final. Relacionándolo con el tema del pastor, podríamos dejar que estos textos nos interpelen, preguntándonos si también nosotros hemos sido buenos pastores.
Todo lo que el Señor menciona en el Juicio (Mt 25,31-46), forma parte del servicio que ha de prestar un buen pastor: dar de comer al hambriento, acoger al forastero, vestir al desnudo, visitar al enfermo, consolar al que está preso… Esto es lo que llamamos las “obras de misericordia”. Se nos presentan muchas oportunidades para ser “pastores” de nuestro prójimo. Hemos de cumplir cuidadosamente esta tarea, porque nuestra fe exige una aplicación concreta en las realidades terrenales.
Junto al Señor, podemos hacer tanto bien en este mundo, sabiendo que Él se complace en ello. El ministerio del pastor no se limita a aquellas tareas que competen a los que han sido específicamente instituidos por Dios, sino que también se despliega de forma fructífera en lo pequeño. En este caso, “apacentar” significa estar atentos a la otra persona, percibir las necesidades que le acongojan y ver si necesita nuestra ayuda.
Esto no se refiere sólo a las obras de misericordia corporales, sino también a las siete obras de misericordia espirituales:
- Enseñar al que no sabe
- Dar buen consejo al que lo necesita
- Corregir al que está en error
- Perdonar las injurias
- Consolar al triste
- Sufrir con paciencia los defectos de los demás
- Rogar a Dios por vivos y difuntos
Practicar estas obras de misericordia es una forma noble y significativa de ejercer el ministerio de pastor. Esto hará que nuestro “itinerario cuaresmal” se vuelva muy concreto y auténtico.
En este contexto, quisiera señalar un aspecto especial y esencial, que incluso es un servicio pastoral para toda la humanidad. Me refiero a la expiación. Vemos tanta injusticia en el mundo, vemos cómo los hombres ofenden a Dios con su forma de vivir, vemos cómo hacen daño a otras personas, vemos cómo se pasan la vida –que Dios les ha dado– sin hallar su sentido más profundo, vemos el terrible crimen del aborto y tantas cosas más…
Por lo general, no podemos impedir que esto suceda, pero sí que podemos ofrecerle al Señor nuestro sincero camino de conversión como expiación. En cierto sentido, compensamos así algo del desequilibrio, en representación por la humanidad; reparamos y podemos atenuar o incluso evitar que sobrevengan a los hombres las consecuencias de sus malas acciones. Cada acto de amor tiene un gran valor ante Dios, y la verdadera expiación es un acto de amor a Dios y a los hombres.
¡Se trata de un gran servicio pastoral a la humanidad! Muchas veces las personas no saben lo que hacen y no están conscientes de las consecuencias que acarrea el pecado, separándonos de Dios y atrayendo sobre nosotros la desgracia.
La expiación, en cambio, es interceder ante nuestro Padre Celestial por los hombres, pidiéndole que acepte nuestro amor como reparación.
Avancemos en nuestro itinerario cuaresmal y aprendamos cada vez más a ser pastores de los hombres, tal como el Señor nos lo pide. Él nos lo recompensará, el amor crecerá y nos asemejaremos más a Él, de modo que, cuando el Señor se siente en su trono de gloria, rodeado de todos los ángeles, pueda decirnos: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo” (Mt 25,34).