Resistencia espiritual a la amenaza anticristiana
En nuestro itinerario hacia la gran Fiesta de la Resurrección de Nuestro Señor, hemos tratado la grave amenaza de los poderes anticristianos. Éstos han penetrado incluso en nuestra Iglesia, intentando desintegrarla y debilitarla desde dentro, de modo que pierda su testimonio claro e inequívoco y ya no sea capaz de dar verdadera orientación a los hombres. Cuanto más la Iglesia adopta el “olor de este mundo”, tanto menos refleja el rostro de su Esposo Divino.
Uno de los graves ataques contra la Santa Iglesia, que atenta contra su propia identidad, son las crecientes restricciones al rito tradicional de la Santa Misa. En lugar de fomentar este rito, que es amado por un considerable número de fieles, tal como lo había hecho el Papa Benedicto XVI durante su Pontificado, está sucediendo ahora lo contrario. Algunos clérigos y fieles, que ven en estas restricciones una gran injusticia, probablemente opten por la clandestinidad para sustraerse del ataque a este gran tesoro y preservar la continuación de este rito.
Entonces, ¿cómo podemos nosotros, los fieles, defendernos y ofrecer resistencia de forma apropiada a los ataques que ensombrecen el rostro de nuestra Iglesia?
Señalaré a continuación 4 pilares a los que hemos de aferrarnos y cimentarnos en este combate:
- Para no caer en las seducciones anticristianas, es importante aferrarse a la sana doctrina de la Iglesia (ortodoxia) y a la praxis que se deriva de ella (ortopraxis). El Apóstol San Pablo llega a decir que, aun si un ángel del cielo nos anunciara un evangelio distinto, no le creamos (cf. Gal 1,8). ¡La Iglesia Católica tiene una doctrina clara y sin ambigüedades! ¡Infinitas gracias sean dadas a Dios por ello! Ciertamente puede comprendérsela con creciente profundidad y precisión; pero nunca puede evolucionar de tal forma que se contradiga a sí misma. No deberíamos prestar oído a alguien que no transmita esta “agua cristalina” de la sana doctrina, o que la ponga en duda, la relativice o la convierta en objeto de debate. Cerrar el oído a las fábulas de las que advierte San Pablo (cf. 2Tim 4,3-4) es ya un acto de resistencia, porque no damos cabida para que el error se prolifere.
- La enseñanza moral de la Iglesia. ¡Ésta no ha cambiado! El pecado sigue siendo pecado, y no puede presentárselo como si no fuera grave. La verdadera misericordia no significa relativizar el pecado; sino ayudar a la persona a salir de una situación desordenada, para que su vida corresponda objetivamente a la Voluntad de Dios. Para ello, se necesita mucha paciencia y habrá que evitar la dureza. Sin embargo, jamás será misericordia dejar a las personas simplemente en su vida desordenada, o, peor aún, confirmarlas en esa forma de vivir. Esto sería inducirlas a error, e iría en contra de su vocación trascendente, que consiste en vivir como verdaderos hijos de Dios. Los actos homosexuales, el adulterio, la sexualidad fuera del matrimonio, la masturbación, etc., siguen siendo pecado, aunque el mundo –e incluso obispos y sacerdotes que yerran– dijesen otra cosa. La santa comunión sólo puede recibirse en estado de gracia. Quien no pueda ayudar directamente a las personas en esta o aquella situación crítica, puede siempre acudir a la oración y ofrecer sacrificio por ellas…
- La misión de la Iglesia. ¡Ésta tampoco ha cambiado! Sigue estando vigente el mandato del Señor de anunciar el evangelio a todos los hombres (cf. Mt 28,19-20), porque nadie podrá salvarse sin Nuestro Señor Jesucristo. “Nadie va al Padre si no es por mí” (cf. Jn 14,6). Todo diálogo y ecumenismo será auténtico sólo en la medida en que cumpla este mandato misionero del Señor. La meta de la misión no puede ser simplemente la de que el musulmán sea un mejor musulmán y el hindú, un mejor hindú; sino que todos han de encontrarse con este Dios que envió a su Hijo al mundo para salvarlos (cf. Jn 3,16). ¡Esto no podrá cambiarlo nadie, ni el Papa, ni un obispo, ni criatura alguna! Un diálogo que pierda esto de vista, induciría a error.
- El camino de la santidad. ¡Tampoco éste ha cambiado! En primera instancia, se trata de acoger el amor de Dios y corresponder a él; de entrar en una íntima relación con el Señor y cultivarla… Para ello, Dios nos ha dado su Palabra, la oración, los sacramentos y muchas otras ayudas…
¡El amor de Dios está en primer lugar, y de él brota el auténtico amor al prójimo! Todas las demás cuestiones han de subordinarse a esta jerarquía de valores. No es la mejora del mundo lo que debe ocupar el primer rango en la misión de la Iglesia; sino el amor de Dios manifestado en Nuestro Señor Jesucristo y la salvación de las almas.
“Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos.” –dice el Señor (Jn 17,26).
Quien, viviendo en estado de gracia, se aferre firmemente a estos cuatro pilares mencionados –la sana doctrina de la Iglesia, su enseñanza moral, el mandato misionero y el camino de la santidad–, sin dejarse confundir, está ya equipado con una armadura estable para resistir a las fuerzas anticristianas y no dejarse enceguecer.
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