Ex 32,7-11.13-14
En aquellos días, el Señor dijo a Moisés: “Anda, baja de la montaña, porque se ha pervertido tu pueblo, el que sacaste del país de Egipto. Bien pronto se han apartado del camino que yo les había prescrito. Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han ofrecido sacrificios y han dicho: ‘Éste es tu Dios, Israel, el que te ha sacado del país de Egipto.’”
Y añadió el Señor a Moisés: “Ya veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Déjame ahora que se encienda mi ira contra ellos y los devore; de ti, en cambio, haré un gran pueblo.” Pero Moisés trató de aplacar al Señor su Dios, diciendo: “¿Por qué, oh Señor, ha de encenderse tu ira contra tu pueblo, el que tú sacaste del país de Egipto con gran poder y mano fuerte? Acuérdate de Abrahán, de Isaac y de Israel, tus siervos, a quienes por ti mismo juraste: ‘Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo; y toda esta tierra, de la que os he hablado, se la daré a vuestros descendientes, que la heredarán para siempre’”. Entonces el Señor renunció a lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo. En primera instancia, nos fijamos en el Señor, cuya ira se ha encendido a causa del comportamiento del Pueblo de Israel. Es su Pueblo; son sus hijos, los israelitas, a quienes ha dado tantas muestras de su amor paternal. A diferencia de los otros pueblos, que seguían en la ignorancia y confundían a los ídolos con Dios, al Pueblo de Israel le había sido revelado el verdadero Dios. Sin embargo, rápidamente abandonaban sus caminos y se volvían ciegos a nivel espiritual. Así se encendía la ira de Dios y se despertaban sus celos…
¿Qué quiere decir esto?
Al hablar de la ira de Dios, se expresa su santidad y su justicia, que no puede tolerar la impiedad. Es la ira contra el pecado, que esclaviza al hombre, desfigura la imagen de Dios en él y permite que los demonios adquieran influencia sobre él. La santidad de Dios –en la cual no hay sombra alguna (1Jn 1,5)– necesariamente rechaza la oscuridad del pecado y del error. Así como en el camino hacia la eternidad nuestra alma tiene que ser purificada del pecado y sus consecuencias, así el pueblo santo de Dios no podía simplemente recaer en la oscuridad de la ignorancia sin encender la ira del Señor.
La expresión de los “celos de Dios” da a entender que el amor entre Dios y el hombre es como el amor conyugal, que, por su misma esencia, no puede tolerar que coexista una relación del mismo tipo con una tercera persona. Por tanto, cada idolatría es un adulterio espiritual; una ruptura de la Alianza con Dios.
Pero entonces el Señor se dirige a Moisés, y éste aplaca su ira… Podemos ver que esto es precisamente lo que el Señor quiere. ¡Él quiere perdonar a su Pueblo! ¡Él quiere que Moisés le recuerde su inmenso amor por Israel! No es que Dios lo haya olvidado, ni estaba dominado por la ira hasta el punto de no recordar su misericordia. ¡No! Se trata de que Dios quiere incluir al hombre en su plan de salvación. Muchos pasajes de la Escritura nos dan a entender esto, y también la vida de la Iglesia lo testifica.
Por ello, nosotros los católicos debemos estar siempre conscientes de que aun aquellas situaciones que, desde el punto de vista humano, parecen no tener salida y que con justa razón provocan la ira de Dios, pueden dar un giro.
¡Con cuánta razón hubiera podido encenderse la ira de Dios cuando su Hijo estaba siendo clavado en la cruz! Sin embargo, Él cargó sobre sí mismo esa ira, por así decir, de manera que la Cruz se convirtió en signo de la misericordia de Dios. Desde la Cruz, Jesús intercedió por la humanidad entera y pronunció las inolvidables palabras: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
Para adquirir la imagen correcta de Dios, hay que tener presente tanto su justicia como su misericordia, y la relación adecuada entre ambas. Fácilmente se puede caer en uno de estos dos extremos: Por un lado, poner demasiado énfasis en la justicia y en la ira de Dios al anunciar el evangelio; por otro lado, que es lo que hoy en día sucede más a menudo, reivindicar de forma precipitada la misericordia de Dios, como si su ira y la justicia no existiesen realmente.
En el primer extremo, el anuncio adopta una severidad y dureza poco fructíferas; en el segundo, en cambio, se le quita su profunda seriedad a la fe y al seguimiento de Cristo.
Así, como nos muestra el relato bíblico de hoy, hace parte del anuncio la relación apropiada entre la justicia y la misericordia. Hay que crear consciencia de la abismal vileza y depravación del pecado. Entonces la misericordia resplandecerá con mayor intensidad, y despertará en el corazón del hombre la gratitud y la adoración de Dios.
La última frase de la lectura nos deja en claro cuál es la actitud de la misericordia: “Entonces el Señor renunció a lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo.” Es esto lo que Dios quiere: perdonarnos para que podamos vivir.
Tengamos cuidado de que los ídolos de hoy no nos confundan y despierten la ira de Dios. Hoy en día, nosotros los cristianos tenemos un mayor conocimiento de Dios que los israelitas en tiempos de la Antigua Alianza. Por eso, si en este tiempo recaemos en las prácticas paganas, sería aún más grave de lo que lo era antes de que la luz del Señor resplandeciera en el mundo.
Todos tenemos que estar vigilantes, pues los espíritus malignos intentan engañarnos. ¡Aferrémonos a la auténtica doctrina de la Iglesia, que nos explica la Sagrada Escritura, interpretándola a la luz del Espíritu Santo! Oremos también por la purificación e iluminación de nuestra Santa Iglesia, porque Ella debe seguir siendo el baluarte contra todos los errores.