2Cor 4,1-2.5-7
Lectura correspondiente a la memoria de San Gregorio Magno
Hermanos: Investidos misericordiosamente del ministerio apostólico, no desfallecemos. Antes bien, nunca hemos callado nada por vergüenza, ni hemos procedido con astucia o falsificando la Palabra de Dios. Por el contrario, manifestando abiertamente la verdad, nos recomendamos a nosotros mismos, delante de Dios, frente a toda conciencia humana.
Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, el Señor, y nosotros no somos más que servidores de vosotros por amor de Jesús. Porque el mismo Dios que dijo: “Brille la luz en medio de las tinieblas”, es el que hizo brillar su luz en nuestros corazones para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios, reflejada en el rostro de Cristo. Pero nosotros llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios.
Cuando hablamos sobre la misión de anunciar el evangelio, solemos considerarlo como un encargo que Dios nos encomienda, como el “mandato misionero” (cf. Mt 28,19-20). En la lectura de hoy, escuchamos un nuevo concepto que nos invita a reflexionar sobre esta misión a nosotros encomendada. San Pablo señala que fue investido del ministerio apostólico por misericordia. Al emplear este término, el Apóstol de los Gentiles ciertamente tiene en vista su propia conversión y las circunstancias especiales de su vocación (cf. Hch 9). Así, comprende cuánta misericordia tuvo Dios para con él al liberarlo de la ceguera en la que perseguía a los cristianos y al investirlo del ministerio de apóstol.
Pero no sólo al fijarnos en la vida de San Pablo podremos comprender cuán apropiado es hablar de “misericordia” en contexto con la misión encomendada… Hoy el Señor nos da a entender que, al cumplir nuestra tarea de anunciar el Evangelio, se hace eficaz su misericordia. No sólo nos convertimos en servidores de esta misericordia, llevándola a las otras personas a través de nuestras palabras y de nuestro testimonio de vida; sino que el llamado mismo brota de la misericordia de Dios.
De hecho, somos tan débiles y por nosotros mismos incapaces de anunciar el Evangelio de forma apropiada. Si no fuese porque Dios hace brillar su luz en nuestros corazones, ¡cuántas veces terminaríamos falsificando la Palabra de Dios o se inmiscuirían en la misión nuestros intereses personales! Si para acoger el mensaje del Evangelio se requiere de la gracia de Dios, ¡cuánto más para permanecer fieles a él! Pero, a pesar de ser “recipientes de barro”, Dios nos encomienda este gran tesoro e incluso se vale de nuestra fragilidad.
Al encomendarnos un ministerio tal, el Señor quiere honrarnos y convertirnos en cooperadores de su amor. De esta manera, despierta en nosotros el sentido más profundo de nuestra vida terrenal. ¿Podría haber algo más noble para nosotros, pobres y limitadas criaturas, que servir a Dios? ¿Acaso no se apiada Él de nuestra indignidad e incapacidad al elevarnos a un ministerio tal? “El Señor ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava” (Lc 1,48) –exclama María al cobrar consciencia de la singularidad de su vocación como Madre del Señor.
Movido por su misericordia, Dios no solamente invita a su limitada criatura a convertirse en receptora de su bondad; sino que además la llama a dar a conocer esta bondad a otras personas. Si entendemos esto y hallamos así respuesta a nuestro profundo anhelo de tener un verdadero sentido en la vida y de dar fruto, entonces nuestro corazón se llenará de tal gratitud que no desfalleceremos ni se apagará nuestro celo en el servicio a Dios. Entonces no nos enfocaremos en los esfuerzos que implica ni nos detendremos en la fragilidad de nuestros “recipientes de barro”; sino que simplemente querremos corresponder siempre a la gran misericordia que Dios nos ha dirigido. Nos rompería el corazón si dejásemos de cumplir nuestra tarea por negligencia o por nuestra propia culpa; y nos avergonzaría profundamente si, por respetos humanos, omitiésemos anunciar abiertamente la verdad.
Así, el concepto de haber sido “investidos misericordiosamente del ministerio apostólico” nos revela otro aspecto más del amor de Dios: en todo somos hijos de su compasión. Dios no ha omitido nada para honrar y elevar a sus hijos. Su misericordia supera toda expectativa, hasta el punto de hacernos partícipes de su más íntimo anhelo y de su búsqueda, invitándonos a llamar a sus hijos a volver a casa y a anunciarles la salvación en Cristo. ¡Sólo la infinita misericordia de Dios podrá revelarnos a fondo esta realidad!