Col 1,21-23
Hermanos: en otro tiempo vosotros erais extraños y enemigos de Dios por vuestros pensamientos y malas obras, ahora sin embargo os reconcilió mediante la muerte sufrida en su cuerpo de carne, para presentaros santos, sin mancha e irreprochables delante de él, con tal de que permanezcáis cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio que escuchasteis, que fue predicado a toda criatura que hay bajo el cielo, y del cual yo, Pablo, he sido constituido servidor.
A través de su Hijo Jesucristo, Dios ha hecho todo para reconciliar consigo a la humanidad. Este es el mensaje perenne que le ha sido confiado a la Iglesia y que ha de llegar a todos los hombres a lo largo de los siglos. Sea cual sea la condición en que se encuentren, ¡no hay casos perdidos! Dios se compadece hasta del más grande pecador, porque lo ama y quiere tenerlo consigo. Lo que le corresponde al hombre es aceptar el ofrecimiento de gracia que recibe de parte del Señor.
¿Qué más podría hacer Dios en su abajamiento hacia el hombre? Al contemplar su amor, nuestro corazón ha de inflamarse una y otra vez, ardiendo en gratitud. De esta manera, el Señor puede convertir todos los pecados y malas obras que hemos cometido, la enemistad que teníamos con Él en un fuego de arrepentimiento, que penetre cada vez más en nuestro corazón y nos inflame en el deseo de servir a Dios con gran entrega y pureza. Este mismo fuego nos impulsará a dar testimonio a las otras personas del sobrecogedor amor divino, para que se aparten de sus malos caminos y empiecen a vivir en la gracia de Dios.
Pero, puesto que la fe es atacada desde dentro y de fuera, hemos de permanecer firmes en ella, como nos advierte el Apóstol de los Gentiles en la lectura de este día: “Con tal de que permanezcáis cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio que escuchasteis.”
La realidad no es como la presentó hace un tiempo un alto prelado de la Iglesia, diciendo que no es necesario defender los valores cristianos puesto que éstos hablan por sí mismos. Si fuera así, el mundo ya se habría convertido hace tiempo. ¡Al contrario! La fe debe ser defendida, al igual que los valores que se derivan de ella.
Precisamente al vivir en un ambiente hostil a la fe; en un mundo que pretende ofrecernos una vida plena sin Dios; precisamente cuando la opinión pública difunde cosas contrarias a la fe; cuando empezamos a dudar e incluso nos atacan sentimientos que cuestionan la fe y la práctica espiritual: es entonces cuando más firmemente debemos aferrarnos a la fe, sin permitir que nada nos aparte de la esperanza del evangelio.
Para ello es necesario que no descuidemos las prácticas de nuestra vida espiritual (la oración, la disponibilidad a dar testimonio del evangelio, las buenas obras, etc.), aun cuando nuestros sentimientos nos empujen a lo contrario. De hecho, muchas veces sucede que los sentimientos contradicen a nuestra fe, porque son ellos los más influenciables y cambiantes.
La fe es una virtud sobrenatural; un regalo y un ofrecimiento de parte de Dios, que nosotros abrazamos con nuestra voluntad. Si nuestros sentimientos se confunden, hemos de aferrarnos a la decisión de nuestra voluntad y a las convicciones de la fe, que debemos preservar en nuestro entendimiento. De lo contrario, seremos como una hoja que el viento lleva adonde quiere. Si nuestro entendimiento se confunde, podemos luchar a través de la oración, manteniendo la voluntad enfocada en la fe. Además de hacer una profesión de fe, podemos afirmar: ¡Quiero creer!
Es esencial que conservemos la fe tal como nos la enseña la Iglesia. El auténtico Magisterio de la Iglesia es una gran ayuda que Dios nos ha concedido a lo largo de los siglos para preservarnos del error. El Evangelio del que Pablo fue constituido servidor es el mismo Evangelio que sigue en vigencia hoy. Mantengámonos firmes en él, no solamente por nuestro propio bien, sino también para poder anunciarlo en un mundo tan confundido y necesitado de un claro testimonio, tanto de palabra como de toda la vida.