“Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería válido. Otro es el que da testimonio de mí, y yo sé que es válido el testimonio que da de mí. Vosotros mandasteis enviados a Juan, y él dio testimonio de la verdad. En cuanto a mí, no recibo testimonio de un hombre; pero digo esto para que os salvéis. Él era la lámpara que arde y alumbra, y vosotros quisisteis recrearos una hora con su luz. Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan; porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado. Y el Padre, que me ha enviado, es el que ha dado testimonio de mí. Vosotros no habéis oído nunca su voz, ni habéis visto nunca su rostro, ni habita su palabra en vosotros, porque no creéis al que él ha enviado. Vosotros investigáis las Escrituras: creéis tener en ellas vida eterna; pues ellas son en realidad las que dan testimonio de mí; pero vosotros no queréis venir a mí para tener vida. No recibo la gloria de los hombres.
Pero yo os conozco: no tenéis en vosotros el amor de Dios. Yo he venido en nombre de mi Padre, pero no me recibís; si otro viene en su propio nombre, a ése le recibiréis. ¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios? No penséis que soy yo quien os acusará delante del Padre. Vuestro acusador es Moisés, en quien depositáis vuestra esperanza. Porque, si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque él escribió de mí. Pero si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?”
Jesús, el Hijo de Dios, no recibe el testimonio sobre sí mismo de un hombre, ni siquiera de Juan Bautista, aunque él, iluminado por Dios, dijo la verdad acerca del Hijo de Dios. En cambio, apela a las obras que realiza por encargo de su Padre. Éstas son las que dan testimonio de Él y encaminan a las personas hacia el conocimiento de la verdad, siempre y cuando ellas no se cierren. ¡Las obras son su testimonio válido!
En el tercer capítulo del Evangelio de San Juan, habíamos visto cómo el magistrado Nicodemo llegó a la conclusión correcta al ver las obras de Jesús. Acudió a él de noche y le dijo: “Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar los signos que tú realizas, si Dios no está con él” (Jn 3,2).
Por tanto, es el Padre mismo quien da testimonio de su Hijo. Como describe el Evangelio de San Mateo, tras el Bautismo de Jesús se había oído la voz del Padre que decía desde los cielos: “Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17).
Jesús recalca que nadie puede alcanzar por sí mismo un verdadero conocimiento de Dios. Si los judíos creen tener vida eterna en las Escrituras, entonces deberían acudir a Él por el testimonio de las Escrituras, que conducen a Aquél de quien se puede recibir la vida eterna. Pero, por desgracia, no sucedió así.
Jesús señala el motivo por el que el acceso a Él permanecía obstruido para sus interlocutores: “Yo os conozco: no tenéis en vosotros el amor de Dios.”
El amor a Dios sería la llave que les abriría los ojos para percibir la presencia del Padre en las obras del Hijo. El amor a Dios habría movido sus corazones a la gratitud ante la revelación de Dios en su Hijo, porque el verdadero amor hace capaces de ver. Entonces habrían escuchado sus palabras y reconocido que tiene “palabras de vida eterna”, como dirá más tarde el Apóstol Pedro (Jn 6,68). Pero aquellos judíos no acudieron a Él y, por tanto, tampoco al Padre, en cuyo Nombre Jesús vino al mundo.
Podemos notar cuán difícil era esta situación para el Señor, porque cuando un corazón se cierra al amor (como era el caso de los judíos a quienes se dirigía en este pasaje), entonces prácticamente ya no se puede acceder a él. Todos los intentos de convencerlos mediante palabras e incluso los signos y milagros más evidentes no podían tocarlos. El resultado suele ser el rechazo.
Desgraciadamente, las cosas siguen siendo así hoy en día. En consecuencia, si el Hijo de Dios no es reconocido sino rechazado por los hombres, puede suceder que venga otro en su propio nombre, sin haber sido enviado por Dios, y a éste se lo reconozca. Con estas palabras, Jesús podría referirse a un falso Mesías. En el peor de los casos, se trataría del Anticristo que ha de manifestarse al Final de los Tiempos y seducirá a los hombres. Esto incluiría también a los judíos actuales, porque la mayoría de ellos aún no ha reconocido al verdadero Mesías.
Jesús percibe que los judíos a quienes se dirige no están dispuestos a creer. Buscan la gloria unos de otros y no se preocupan por la gloria de Dios. Tal comportamiento les impide reconocer la verdad que el Señor les trae, porque sus pensamientos y aspiraciones están enfocados en ellos mismos.
Jesús les aclara que no será Él quien los acuse ante Dios, sino Moisés, porque Moisés había escrito sobre Él. Si le hubieran escuchado, lo habrían reconocido.
Llegamos aquí a la misma conclusión que se nos presenta en la parábola del pobre Lázaro y el hombre rico que no se compadeció de él. Cuando este último se encontraba en el Hades sufriendo terribles tormentos, rogó a Abrahán que enviara a Lázaro, que reposaba en su seno, para advertir a sus hermanos y que no llegaran también ellos a ese lugar de tormento. Pero Abrahán le contestó: “Si no hacen caso a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán aunque un muerto resucite” (Lc 16,19-31).
Asimismo, Jesús saca la triste conclusión al final de este pasaje:
“Si no creéis en sus escritos [los escritos de Moisés], ¿cómo vais a creer en mis palabras?”