Pasados los dos días, partió de allí para Galilea. (Pues Jesús mismo había afirmado que un profeta no goza de prestigio en su patria). Cuando llegó, pues, a Galilea, los galileos le hicieron un buen recibimiento, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido.
Volvió, pues, a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había un funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaún. Cuando se enteró de que Jesús había venido de Judea a Galilea, fue a rogarle que bajase a curar a su hijo, porque estaba a punto de morir. Entonces Jesús le dijo: “Si no veis signos y prodigios, no creéis.” El funcionario replicó: “Señor, baja antes de que muera mi hijo.” Jesús le dice: “Vete, que tu hijo vive.” Creyó el hombre en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino.
Cuando bajaba, le salieron al encuentro sus siervos y le dijeron que su hijo vivía. Él les preguntó entonces la hora en que se había sentido mejor. Ellos respondieron: “Ayer a la hora séptima le dejó la fiebre.” El padre comprobó que era la misma hora en que le había dicho Jesús: “Tu hijo vive”, y creyó él y toda su familia. Éste fue el segundo signo que hizo Jesús cuando volvió de Judea a Galilea.
“Un profeta no goza de prestigio en su patria” o, como dice en otro Evangelio, “no es bien recibido” (Lc 4,24). Jesús comparte la suerte de los otros profetas. En Nazaret, la aldea donde se había criado, incluso quisieron despeñar al Hijo de Dios, pero él, “pasando por medio de ellos, se marchó” (Lc 4,16-30).
¿Por qué sucede así?
En general, los profetas solían enfrentarse a la hostilidad porque no complacían los deseos de los reyes u otros poderosos. Si eran verdaderos profetas, anunciaban la Palabra del Señor sin tener especial consideración por la postura social de aquellos a quienes eran enviados. Son representantes de Dios, quien “no mira la condición de los hombres” (Gal 2,6). Pensemos en el profeta Elías, en Jeremías o en Juan Bautista, que no tuvo reparos en decirle al rey Herodes que no le era lícito tener a la mujer de su hermano (Mc 6,18).
Por el otro lado, la gente estaba familiarizada con los profetas de su patria: habían crecido juntos y convivido naturalmente, conocían a sus padres y familiares, como vemos en el caso de Jesús (Mt 13,55) o de Jeremías en el Antiguo Testamento. En consecuencia, les resultaba particularmente escandaloso que uno de en medio de ellos hubiera sido llamado por Dios y se presentara ahora como profeta. Por eso, fácilmente sucedía que su misión fuera rechazada en su patria, hasta el punto de que Jesús corriera peligro de muerte a manos de sus compatriotas en Nazaret.
En otros lugares de Galilea, en cambio, lo recibieron bien. Habían oído hablar de él o visto con sus propios ojos lo que había hecho en Jerusalén. Un funcionario real acudió angustiado a Jesús, porque su hijo estaba a punto de morir. Poniendo su confianza en Él, le pidió que bajase a curar a su hijo.
En un primer momento, el Señor hizo una observación sobre la que deberíamos meditar un poco. Recordemos que antes de realizar el primer milagro en Caná le había dicho a su Madre que aún no había llegado su hora (Jn 2,4). En esta ocasión, sus palabras fueron: “Si no veis signos y prodigios, no creéis.”
¿Qué quería decir el Señor con eso?
¿Acaso era una crítica sutil de que la gente sólo cree cuando ve milagros? ¿Sólo dan su consentimiento a la fe cuando han recibido una prueba tangible? En este contexto, se nos viene a la mente un pasaje posterior de este mismo evangelio, cuando el Apóstol Tomás no quiso creer el testimonio de los demás discípulos de que Jesús había resucitado de entre los muertos (Jn 20,24-29). Entonces el Señor le dice: “Dichosos los que no han visto y han creído” (v. 29b).
También podemos creer en el Señor sin que se produzcan milagros tangibles ante nuestros ojos. En este sentido, la fe no depende constantemente de manifestaciones visibles. Sin embargo, los signos y milagros son maravillosos dones de Dios que fortalecen nuestra fe. Para algunas personas, la experiencia de un milagro fue el momento decisivo para abrazar la fe. Como vemos en todo el Nuevo Testamento, las palabras de Jesús estaban acompañadas de muchos signos y prodigios (Hch 2,22), que lo acreditaban como el Mesías prometido, el enviado del Padre. Los signos invitan a creer o fortalecen la fe que ya se tiene.
Hay dos actitudes extremas que conviene evitar en nuestro camino de seguimiento de Cristo: por un lado, la de aquellos que están constantemente pendientes de que acontezcan milagros para asegurarse de su fe; por el otro, la de aquellos otros que pretenden devaluar los signos y prodigios de Jesús, considerándolos como una añadidura irrelevante o incluso incómoda en la vida de la fe.
¡Qué fe encontramos, en cambio, en el funcionario real, que cree a Jesús cuando éste le dice: “Tu hijo vive” y se pone en camino hacia su casa! ¡Qué dicha para ese hombre y para su hijo que Jesús realizara este milagro! Y qué maravilloso efecto tuvo: “Creyó él y toda su familia.”
Que el Señor nos conceda que hoy en día el anuncio de su amor también venga acompañado de signos y milagros que den testimonio de Él, y que los hombres los entiendan como una invitación y crean en Él.