EVANGELIO DE SAN JUAN (Jn 21,20-25): “Juan, el testigo”      

Se volvió Pedro y vio que le seguía aquel discípulo que Jesús amaba, el que en la cena se había recostado en su pecho y le había preguntado: “Señor, ¿quién es el que te va a entregar?” Y Pedro, al verle, le dijo a Jesús: “Señor, ¿y éste qué?” Jesús le respondió: “Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme”. Por eso surgió entre los hermanos el rumor de que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le dijo que no moriría, sino: “Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?” Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y las ha escrito, y sabemos que su testimonio es verdadero. Hay, además, otras muchas cosas que hizo Jesús y que, si se escribieran una por una, pienso que ni aun el mundo podría contener los libros que se tendrían que escribir.

¿Qué será de éste, de Juan? ¿Qué será del discípulo a quien Jesús amaba y que, a través del amor, supo reconocerlo más rápidamente que los demás? Fue el mismo discípulo al que Pedro hizo una seña en la Última Cena para que hiciera la pregunta que nadie más se hubiera atrevido a hacer: “Señor, ¿quién es [el que te va a entregar]?” (Jn 13,25). También fue él quien perseveró junto a la cruz de Jesús y a quien Él, antes de expirar, confió a su madre, “y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa” (Jn 19,27).

Evidentemente, Juan ocupaba una posición especial entre los discípulos. Cuando reconoció a Jesús a orillas del lago, como escuchamos en el pasaje de ayer, y exclamó: «Es el Señor», para Pedro y los demás discípulos fue un hecho. Su testimonio era certero y no hacía falta volver a preguntar. Si Juan lo había dicho, así era. Esa claridad y perspicacia las encontramos en todos los libros del Nuevo Testamento que se atribuyen a san Juan. El maravilloso Evangelio que hemos meditado a lo largo de los últimos meses con tanto provecho espiritual también se remonta al discípulo a quien Jesús amaba, y la Escritura misma da fe de que su testimonio es veraz.

El Señor había previsto un camino algo distinto para Juan. Fue el único de los apóstoles que, según la tradición, no sufrió el martirio de sangre. Desde la isla de Patmos, donde había sido desterrado, nos legó el Libro del Apocalipsis, que recibió en una visión: “Yo, Juan, vuestro hermano que comparte con vosotros la tribulación, el reino y la paciencia en Jesús, estuve en la isla que se llama Patmos, por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesús” (Ap 1,9).

Con esta última meditación, nos despedimos de esta serie en la que hemos recorrido sistemáticamente el Evangelio de San Juan, sabiendo que, como el evangelista mismo declara, solo se ha escrito en él una pequeña parte de todo lo que hizo el Hijo de Dios:  “Hay, además, otras muchas cosas que hizo Jesús y que, si se escribieran una por una, pienso que ni aun el mundo podría contener los libros que se tendrían que escribir.”

Pero lo que está plasmado en los Evangelios y en las demás Escrituras, junto con lo que nos ha sido transmitido por la tradición oral de la Iglesia, es suficiente para conocer el gran designio de nuestro Padre celestial: es voluntad de Dios que creamos en Él y en Jesucristo, su Hijo, a quien Él nos ha enviado. Él es el Salvador del mundo y el Redentor de la humanidad. Quien lo reconozca y le siga, tiene vida eterna y, si persevera fielmente hasta el final, estará con Dios por toda la eternidad. ¡Que todos los hombres lo reconozcan y correspondan al amor de Dios! Para ello, Jesús vino al mundo y envió a sus discípulos. Hasta que este mensaje se haya pregonado hasta los confines de la tierra, los mensajeros de Dios seguirán siendo enviados.

Nunca podremos agradecer lo suficiente a nuestro Padre Celestial por su infinito amor. Pero aquí, en la tierra, podemos demostrarle nuestro amor siguiendo a su Hijo para luego cantar eternamente sus alabanzas junto con los ángeles y santos.

Descargar PDF

Supportscreen tag