Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron: “¡Hemos visto al Señor!” Pero él les respondió: “Si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré”. A los ocho días, estaban otra vez dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Aunque estaban las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo: “La paz esté con vosotros”. Después le dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente”. Respondió Tomás y le dijo: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús contestó: “Porque me has visto has creído; dichosos los que no han visto y han creído”.
A Tomás no le bastó con escuchar el testimonio de los otros discípuos para creer en la Resurrección. Quería una prueba para convencerse por sí mismo. Quizá algunos justifiquen la actitud de Tomás y se identifiquen con ella. Sin embargo, Jesús no está de su parte. Aunque el Señor haya accedido al deseo de Tomás y le haya permitido tocar sus llagas para convencerse, le reprendió claramente.
En los relatos evangélicos, vemos una y otra vez cómo el Señor reprende la incredulidad y espera de nosotros una fe firme. No en vano afirma: “¡Todo es posible para el que cree!” y: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este monte: ‘Trasládate de aquí allá’, y se trasladaría, y nada os sería imposible” (Mt 17,20).
Jesús incluso se muestra disgustado cuando los discípulos no son capaces de expulsar un demonio por su falta de fe: “¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros?” (Mt 17,17).
La fe como virtud teologal es el puente y la luz sobrenatural a través de la cual Dios se nos comunica, ya que aún no podemos contemplarlo cara a cara. Además, viene en nuestra ayuda con diversos signos que confirman nuestra fe. De esta manera, nos resulta más fácil asimilar la realidad de Dios en nuestra vida y aceptar su invitación a salir a su encuentro. De hecho, en tiempos de Jesús muchas personas creyeron en Él a través de los signos que realizaba. Hasta el día de hoy sigue ocurriendo así.
Sin embargo, si no acogemos la luz que Dios nos concede y no queremos leer los signos que Él realiza, corremos el peligro de endurecer nuestro corazón. Jesús tuvo que enfrentarse a corazones cerrados, especialmente entre los líderes religiosos de la época. Algunos de ellos se habían cerrado tanto que ni siquiera reconocieron los evidentes signos de su autoridad divina, sino que se aprovecharon de ellos para perseguir a Jesús. Llegaron hasta el punto de exigir a Pilato la crucifixión de Jesús, después de haber decidido en el Sanedrín condenarlo a muerte por blasfemia.
Aunque la negativa a abrazar la fe no necesariamente tiene que llevar a tales excesos, sigue negando a la persona que no quiere creer el acceso a la vida de la gracia y, por tanto, a todo aquello que nuestro Padre Celestial quiere conceder a los hombres a través de la fe.
La persona que ya ha abrazado la fe, por su parte, debe fortalecerla cada vez más para que Dios pueda colmarla de lo que le tiene preparado y obrar a través de ella. Mientras que el incrédulo aún tiene que encontrar la puerta hacia la verdadera vida, el creyente ya la ha atravesado y ahora debe caminar en esta fe. «¡Todo es posible para el que cree!» Estas palabras del Señor nos muestran que Dios quiere hacernos partícipes de su autoridad. La fe ha abierto la puerta por la que Dios quiere entrar y permanecer en nosotros. Así, puede comunicarnos su vida divina, tanto más cuanto más fuerte sea nuestra fe.
Desde este trasfondo, queda claro que el Señor no alabó a Tomás porque quisiera una prueba y no creyera en el testimonio de los demás discípulos. Incluso cuando pronunció su maravillosa confesión: «Señor mío y Dios mío», la respuesta de Jesús fue restrictiva: “Porque me has visto has creído; dichosos los que no han visto y han creído”.
Así, el Señor nos enseña que no debemos buscar pruebas para nuestra fe, sino abrirnos simplemente a la luz sobrenatural que nos concede. No necesitamos ver para creer. Incluso nos dice que serán bienaventurados aquellos que no han visto y han creído. Por tanto, pidamos al Señor que nos otorgue una fe fuerte y hagamos todo lo que esté en nuestras manos para consolidarla.