Mt 12,46-50
En aquel tiempo, estaba Jesús hablando a la multitud, cuando su madre y sus hermanos, que estaban afuera, trataban de hablar con él. Alguien le dijo: “Tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren hablarte”. Jesús le respondió: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” Y señalando con la mano a sus discípulos, agregó: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”.
Este pasaje del evangelio no es, de ningún modo, un rechazo del Señor a su madre y a sus hermanos, como podría dar la impresión a primera vista. Más bien, el Señor amplía nuestra mirada dirigiéndola a la humanidad entera, que está llamada a constituir una sola familia celestial y universal.
Sin embargo, el parentesco con Jesús tiene una condición esencial: el cumplimiento de la voluntad del Padre. En estas palabras del Señor se puede vislumbrar algo como una “nueva creación”. Mientras que la creación originaria del hombre surgió de la bondad del Padre que quiso crear seres a su imagen y hacerlos vivir en el Paraíso en un estado de inocencia, la nueva creación tiene otro carácter.
En esta nueva creación Dios viene a nosotros como Redentor de una humanidad que a menudo está muy lejos de Él, de una humanidad que se interesa cada vez menos en cumplir la Voluntad del Padre, de una humanidad que frecuentemente vive “en tinieblas y en sombra de muerte” (cf. Lc 1,79).
Pero Dios invita a esta humanidad a una gran intimidad con Él. Esto puede verse ya en el hecho de que Dios mismo, en su Hijo Jesús, asume nuestra naturaleza humana. Jesús se hace en todo igual a nosotros, menos en el pecado (cf. Hb 4,15).
Y ahora que Dios se ofrece como Padre a la humanidad caída y la atrae hacia sí, sigue en pie la condición indispensable para que este parentesco con Dios pueda desplegarse realmente: el cumplimiento de su Voluntad. Al esforzarnos sinceramente por hacerla, puede darse la unificación con Dios y también la unidad entre nosotros, los hombres.
Efectivamente es así: entre las personas que intentan vivir en la Voluntad de Dios surge una naturalidad y una comprensión mutua que van mucho más allá del parentesco natural. Y esto cuenta para todas las personas, sin importar su raza y su nación, porque se trata de una relación sobrenatural, que no viene “de la carne y de la sangre”, sino que nace en el Espíritu de Dios (cf. Jn 1,12-13).
A esto se refiere Jesús cuando señala con la mano a sus discípulos, que se han convertido para Él en madres, hermanos y hermanas. Esta relación sobrenatural puede incluso surgir dentro de la familia natural, cuando se cumple la misma condición de estar unidos en el cumplimiento de la Voluntad de Dios.
Es una oferta inmensamente generosa de parte de Dios el llamarnos a vivir en esta íntima relación con Él, y para que podamos hacerla realidad nos envía su Espíritu.
Ahora urge llevar esta invitación de Dios a todas las personas. Esta es la misión de la Iglesia, en la cual se realiza ya el signo concreto de la unidad entre los hombres. Esto aplica especialmente cuando ella conserva su unidad interior: unidad en la doctrina y en la recta práctica que se deriva de ella.
Esta es la misión que Jesús nos encomendó:“Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.” (Mt 28,19-20)
Todos los intentos humanos de lograr la unidad y la fraternidad serán infecundos si no se las obtiene como un regalo del Padre. Podemos constatarlo una y otra vez en la historia. Sólo el Espíritu del Señor nos hace capaces de vivir en plena comunión con Jesús, cumpliendo la Voluntad de Dios. Por eso es tan importante que nosotros, los cristianos, vivamos con la atención puesta en Dios, que escuchemos la voz del Espíritu y le obedezcamos. Será Él quien traiga la unidad entre los hombres, cuando reconozcan al Señor y se conviertan a Él.
Esto no significa que no podamos practicar incluso antes ciertos elementos de unidad entre los hombres. ¡Pero estos son muy frágiles y no llegan a la máxima profundidad! Además son susceptibles a caer en una “pseudo-unidad”, como la que viene de las ideologías, que pueden engañar a las personas en su anhelo de unidad.
La humanidad debe reconocer el amor de su Padre Celestial y aprender a vivir en la verdad. ¡Esta verdad existe y tiene un rostro concreto! Más aún, es una Persona: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). Solo en la verdad podemos encontrar una auténtica comunión, pues Dios es la verdad. Quien la busque sinceramente la encontrará, y quien no se cierre será encontrado por ella.