Sal 83,3.4.5-6a.8a.11
¡Qué deseables son tus moradas,
Señor de los ejércitos!
Mi alma se consume y anhela
los atrios del Señor,
mi corazón y mi carne
se alegran por el Dios vivo.
Hasta el gorrión ha encontrado una casa;
la golondrina, un nido donde colocar sus polluelos:
tus altares, Señor de los ejércitos,
Rey mío y Dios mío.
Dichosos los que viven en tu casa
alabándote siempre.
Dichosos los que encuentran en ti su fuerza
al preparar su peregrinación:
Un sólo día en tu casa
vale más que otros mil,
y prefiero el umbral de la casa de Dios
a vivir con los malvados.
Un gran amor se ha despertado en el salmista. Su alma padece una aflicción del amor (cf. Ct 2,5) cuando no puede estar plenamente unida a Dios. Se consume en su anhelo, porque todo en ella está enfocado en el Señor. Al mismo tiempo, el alma exulta por Dios, por Aquel que ha salido a su encuentro y la ha conquistado con su amor.
Experimentar este amor es un deleite y una dicha sin fin. Nadie más que Dios es capaz de llenar el alma y de conducir todo en ella hacia la perfección. Por causa de este amor se puede dejar todo atrás. Todas las criaturas, por más bellas y buenas que sean, sólo son testigos, testigos de Aquél que es el amor mismo (cf. 1Jn 4,16). Por ello, cuando San Agustín preguntó al cielo, Sol, Luna y estrellas, ellos le dijeron: “Tampoco somos nosotros ese Dios que buscas”. Entonces les dijo a todas las cosas creadas: “Ya que todas vosotras me habéis dicho que no sois mi Dios, decidme por lo menos algo de él”. Y con una gran voz clamaron todas: “Él es el que nos ha hecho” (San Agustín, Las Confesiones, 10,6).
El alma despertada por el amor quiere estar a toda hora junto al amado. No puede siquiera imaginar vivir un solo día separada de él. Prefiere ocupar el último lugar en el Templo de Dios que vivir con los malvados. Cada instante con Dios le vale infinitamente más que mil años lejos de Él: “Un sólo día en tu casa vale más que otros mil.”
Éste es el lenguaje del amor, que quiere superar cualquier obstáculo para estar con el amado.
¡Cuán ciertas son estas palabras también para nosotros, los cristianos!
¿Acaso no es incomparablemente mejor ocupar el último sitio en el Reino del Señor y saludarlo aunque sea a la distancia, que dejarse embriagar por el frenesí de este mundo? ¿No es mejor prestar el servicio más humilde en la portería del cielo que ser alguien reconocido en este mundo impío y acabar en el lugar donde habrá “llanto y crujir de dientes” (p.ej. Mt 25,30)?
Tal vez no percibamos en nuestro corazón un alborozo como el del salmista y no salgan de nuestros labios palabras tan encendidas e inflamadas de amor como las que él declara en su salmo. Sin embargo, esto no debe desanimarnos. Podemos pedirle al Señor que despierte en nosotros un amor tan grande que no antepongamos nada a Dios y que realmente ardamos por Él, de modo que este fuego impregne toda nuestra vida.
Aunque no nos sintamos tan inflamados por este amor, podemos demostrárselo al Señor de diversas maneras. Lo primero y más importante es que observemos fielmente sus mandamientos: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama” –nos dice Jesús (Jn 14,21).
También le demostramos nuestro amor en el cumplimiento fiel y sacrificado de nuestros deberes de estado, en nuestra voluntad de servir al prójimo y en nuestra fidelidad y perserverancia: “Ya que has guardado mi mandato de perseverar, también yo te guardaré a la hora de la tentación que va a venir sobre todo el mundo, para probar a los habitantes de la tierra” (Ap 3,10).
Aunque nos sintamos fríos y distantes por dentro, no debemos caer en desesperación, creyendo que somos incapaces de amar. Ofrezcámosle al Señor nuestro frío corazón y digámosle a nuestro Padre que realmente queremos amarlo y vivir como hijos suyos. Entonces Dios se fijará en nuestra intención y verá como actos de amor aun nuestros esfuerzos por amarlo de verdad.