La Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, que hoy celebramos, se remonta a un acontecimiento que tuvo lugar en el año 335. El 13 de septiembre de aquel año se consagró solemnemente una gran Iglesia en Jerusalén, tras muchos años de construcción. Se la conoce como la “Basílica del Santo Sepulcro” o “Iglesia de la Resurrección”. Fue el Emperador Constantino quien la mandó construir, después de que su madre, Santa Helena, hubo encontrado la Cruz de Cristo el 13 de septiembre del año 320.
Un día después de la consagración de la Iglesia –es decir, el 14 de septiembre del 335– la Santa Cruz fue mostrada por primera vez al pueblo y “exaltada” para su veneración. Macario I, quien era entonces el Patriarca de Jerusalén, llevó aquel día la “vera Cruz” (como se la llamaba) a una colina. Desde allí, “exaltó” la Cruz, para que todos pudieran verla y venerarla. De ahí el nombre de la Fiesta: “Exaltación de la Santa Cruz”.
Jn 3,13-17
Evangelio correspondiente a la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz
En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo: el Hijo del hombre. Y, del mismo modo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.”
En estas breves palabras, se resume todo el mensaje del evangelio en su esencia. ¡A Dios Padre le corresponde toda la gloria, y de igual manera a su Hijo amado, que ha venido al mundo para glorificar al Padre y redimir a los hombres!
Al meditar sobre la Cruz de Nuestro Señor, en primer lugar, hemos de poner nuestra mirada, junto a Jesús, en el amor del Padre Celestial. Todo procede de Él, y Jesús quiere que interioricemos esta verdad. ¡Fue el amor del Padre el que movió a Jesús a venir al mundo, y Él actuó en nombre de este amor!
La motivación de nuestro Padre resuena aquí con toda claridad: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito”. Así, podemos echar una mirada profunda al Corazón de nuestro Padre.
El mundo no suele ser el sitio donde a Dios se le ofrece la debida veneración ni la amorosa obediencia; sino que a menudo es el lugar donde se le da la espalda; un mundo de pecado y rebelión. Entonces, Dios envía a su Hijo a un mundo que le es hostil, poniendo así por obra todo aquello a lo que el Señor mismo nos exhorta en el sermón de la montaña con respecto al amor a los enemigos (cf. Mt 5,38-48).
Dios mira al hombre como a su oveja perdida, que se ha extraviado (cf. Lc 15,1-7). Él quiere salvarlo de la condenación eterna. Sin pasar por alto la fealdad y el horror del pecado; más aún, asumiéndolo Él mismo en los padecimientos de su Hijo, Su amor está siempre dirigido a la salvación de la persona. Su actitud es como la de quien besa a un leproso, a pesar de que su apariencia sea repulsiva y espantosa. ¡Pero el amor lo supera todo y es capaz de un gesto de afecto tal!
Así el amor de Dios nos besa, cuando el Santo de Dios, el Hijo de Dios mismo, se abaja a nosotros, los hombres, leprosos a causa del pecado. Las culpas de los hombres son perdonadas por medio de Él, y el Espíritu Santo empieza a limpiar en lo profundo la lepra que hemos contraído a causa del pecado y que nos ha desfigurado.
Si contemplamos la Cruz desde la perspectiva del amor de Dios, seguirá siendo un acontecimiento terrible, pues el hombre, en su ceguera, fue capaz de condenar y matar a Dios mismo en la Persona de su Hijo. Sin embargo, la maldad queda eclipsada por el hecho de que el Señor, con Su muerte voluntaria, ofrece la salvación a la humanidad. El acto de amor prevalece sobre el acto de odio que se manifiesta en el suceso de la Cruz.
La malicia del Diablo, junto a sus enceguecidos colaboradores, puede maquinar y realizar tanta desgracia; pero, a fin de cuentas, prevalece Dios y Su deseo de salvar. Así, la Cruz se convierte en signo del triunfo del amor. Por eso la Cruz ha de ser erigida de forma visible en todas partes del mundo, como señal de que el amor de Dios vencerá. La Cruz solamente se convierte en una especie de amenaza cuando lo que se ambiciona como sumo bien no es la verdad y el amor, sino el dominio para uno mismo.
La Iglesia ha de permanecer fiel a su encargo de anunciar a Jesús como Salvador del mundo. ¡Esto es para Ella un honor y una santa obligación! Nunca puede permitir que éste su mensaje sea opacado por especulaciones mundanas, por absurdidades teológicas, por respetos humanos o por errores. Precisamente en la Cruz resplandece con tanta intensidad la sabiduría de Dios, que Pablo ya no quiso anunciar más que al Crucificado (cf. 1Cor 2,2).
En efecto, la Cruz es la insuperable victoria del amor de Dios sobre la oscuridad del pecado. Sólo nos queda agradecer a Dios con todo nuestro corazón, con amor y reverencia, y adorarle y servirle.