Ap 14,14-19
Seguí contemplando la visión. Había una nube blanca, y sentado sobre la nube alguien parecido a un Hijo de hombre, que llevaba en la cabeza una hoz afilada. Luego salió del Santuario otro ángel gritando con voz potente al que estaba sentado en la nube: “Mete tu hoz y siega, porque ha llegado la hora de segar. La mies de la tierra está madura.”
Y el que estaba sentado en la nube metió su hoz y quedó segada la tierra. Otro ángel salió entonces del Santuario del cielo. Tenía también una hoz afilada. Pero salió del altar otro ángel, el que tiene poderío sobre el fuego, y gritó con voz potente al que tenía la hoz afilada: “Mete tu hoz afilada y vendimia los racimos de la viña de la tierra, porque están en sazón sus uvas.” El ángel metió su hoz y vendimió la viña de la tierra; y lo echó todo en el gran lagar del furor de Dios.
Es una gran ilusión creer que las personas pueden simplemente vivir de espaldas a los mandamientos de Dios u ofenderlos, sin jamás tener que rendir cuentas de ello. Sin duda la bondad y la misericordia de Dios son inconmensurables, y Él está dispuesto a perdonar todos los pecados en cuanto el hombre se arrepienta y se convierta. ¡Pero es imposible que Dios nos haya dado los mandamientos para luego Él mismo quitarles fuerza!
La tendencia actual de no querer ver más al pecado como pecado es desastrosa. Confunde a la persona, de manera que se vuelve cada vez menos capaz de distinguir el mal del bien. Y éste es un discernimiento básico, que es esencial para cada persona, para tener una verdadera orientación en este mundo. Si sólo considera bueno lo que le es útil y complace a sus sentimientos, ya no podrá captar el maravilloso mundo de los valores de Dios, ni responder a ellos. Estamos igual de desorientados cuando, en la actualidad, la ideología de género pretende decirnos que el sexo no está biológicamente determinado; sino que es una opción que se toma. ¡Lo absurdo de tales ideas parece casi insuperable!
Al Hijo del hombre le es entregado el juicio (cf. Jn 5,27) y Él juzgará el orbe de la tierra. Pero no lo hace sin antes darle al hombre la oportunidad de convertirse. ¡Su justicia lo abarca todo y lo sabe todo! No hay nada oculto ante Él; todo está desvelado a sus ojos (cf. Hb 4,13). ¡Esto es una gran dicha y un profundo consuelo para nosotros, los hombres! Y esta certeza de creer firmemente en la bondad de Dios en todas las circunstancias, nos dará luz también en aquellas situaciones que nos parezcan incomprensibles. Así, nos aferramos a Dios mismo, quien ha de convertirse en nuestra única seguridad, precisamente en las horas del Juicio.
Así, la consciencia de que Dios juzgará al Final de los Tiempos no ha de llenarnos de miedo; pero sí despertarnos en muchos sentidos. De hecho, el Juicio nos muestra la seriedad de nuestras decisiones. Así como todo acto bueno está registrado en el Libro del Cordero y no teme a la hoz del Señor porque es un fruto bueno; también las transgresiones de los hombres son conocidas por Dios. Mientras que las buenas obras de los fieles acrecientan la alabanza de Dios en este mundo, las obras malas opacan la luz del Señor. Así como las buenas obras se multiplican bajo el influjo de la gracia, también la vida del pecado puede seguir proliferando su destrucción. Por eso es tan necesaria la vigilancia, para que no perdamos el fervor en el buen obrar.
Pero el despertar no es únicamente en relación a la salvación de nuestra propia alma; sino también a la consciencia de que existe el peligro real de que otras personas se condenen eternamente. Hoy en día se anuncia cada vez menos esta verdad, porque se cree que no concuerda con la misericordia de Dios. Pero si no se está consciente de esta realidad, se va debilitando el celo por la salvación de las almas. Por supuesto que se debería hacer el bien simplemente por ser bueno; y evitar el mal por ser malo… Pero el tener presentes las últimas consecuencias que acarrean los malos actos acrecienta nuestra vigilancia, hace más intensa nuestra oración y más fervorosa nuestra preocupación por las otras personas.
El conocimiento sobre las realidades últimas, exige también anunciarlas. Sin esta dimensión, la sal se vuelve sosa (cf. Mt 5,13) y corremos el riesgo de vivir sin la suficiente vigilancia.
En primera instancia, conviene que le pidamos al Señor mismo que limpie el campo de nuestra alma de toda cizaña y que su Juicio sobre nosotros se realice ya ahora, mientras vivimos en la “hora de gracia”. Podemos siempre acudir al Trono del Cordero, sabiendo que Él nos espera con gran amor para perdonarnos y levantarnos (cf. Hb 4,16). Fortalecidos con su gracia, hemos de acoger en nuestro corazón orante especialmente a aquellos que están en peligro eterno, y orar así como el ángel de Portugal les enseñó a los niños de Fátima: “Oh Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas, especialmente a las más necesitadas de tu infinita misericordia.”