1Cor 7,25-31
En cuanto al celibato, no tengo precepto del Señor, pero doy un consejo, como quien por la misericordia del Señor merece confianza. Así pues, considero que, por la presente necesidad, más le vale al hombre permanecer como está. ¿Estás unido a una mujer? No busques la separación. ¿No estás unido a una mujer? No busques mujer. Si te casas, no pecas, y si una virgen se casa, no peca. Sin embargo, así tendrán la tribulación en la carne, que yo querría evitaros.
Hermanos, os digo esto: el tiempo apremia. Por tanto, en lo que queda, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen; y los que lloran, como si no llorasen; y los que se alegran, como si no se alegrasen; y los que compran, como si no poseyesen; y los que disfrutan de este mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa.
Hoy San Pablo nos sacude con su exhortación, advirtiéndonos sobre el final de los tiempos. El tiempo apremia, y los cristianos debemos aprovechar lo que nos queda, porque el Señor retornará pronto. Esta es la esencia de la lectura de hoy, y, desde esta perspectiva, podemos comprender las indicaciones que San Pablo da a continuación.
Sus palabras no deben entenderse, de ninguna manera, como un rechazo al matrimonio, que en otro contexto San Pablo describe en maravillosos términos (Ef 5,21-32). Tampoco podría usarse este texto como excusa para descuidar las obligaciones dentro del matrimonio. ¡Es distinto lo que quiere decirnos!
Si nuestros ojos espirituales están fijos en el Advenimiento de Cristo, estaremos más conscientes de la urgencia de la labor en el Reino de Dios. No sólo se trata de nuestra santificación personal; sino del anuncio del evangelio. A la luz de lo venidero, todas las otras cosas pasan a un segundo plano, y reciben su valor y su importancia de Aquel que viene al final de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos.
Esto concierne también al matrimonio, que no debe ser el tema primordial; sino que ha de integrarse dentro del urgente llamado a la evangelización. En otra parte, San Pablo recomienda a aquellos que no están casados que permanezcan así, siempre y cuando sean capaces de vivir en continencia (1Cor 7,8-9). El trasfondo es el mismo: la apariencia de este mundo pasa; el tiempo se acerca.
Por tanto, no debemos perdernos en las cosas de este mundo, sino enfocarnos interiormente en el Retorno del Señor y en todo lo que se relaciona con este acontecimiento.
Alguno podría objetar que San Pablo escribió todo esto en vistas de que esperaba el inminente Advenimiento de Cristo, que finalmente no tuvo lugar según sus expectativas.
Es posible que el Apóstol de los Gentiles, que tras su conversión puso toda su vida al servicio del Señor, haya contado con su inminente Retorno. Pero, sea como sea, esto no quita fuerza a las afirmaciones que hemos escuchado. Otro pasaje de la Escritura nos aclara que no es que el Señor se retrase; sino que tiene paciencia hasta que todos se conviertan (cf. 2Pe 3,9).
Entonces, precisamente de este punto se deriva la urgencia: aunque el Señor tenga paciencia y espere, retornará pronto. Ahora es el tiempo de la gracia; ahora está aún vigente el año de gracia que se inauguró con la Venida de Cristo al mundo. Por eso, ¡no hay tiempo que perder!
¿Cómo podemos entender hoy este llamamiento urgente?
Independientemente del momento exacto de la Segunda Venida de Cristo, que sólo el Padre conoce (Mt 24,36), podemos estar seguros de que hoy el tiempo está más cerca que en la época del Apóstol. Por tanto, su llamamiento no ha perdido urgencia; sino que, conforme pasa el tiempo, se vuelve cada vez más apremiante. El peligro está en que caigamos en un letargo espiritual, diciéndonos a nosotros mismos que aún falta mucho hasta que venga el Señor, o no pensando siquiera en el final. Si estamos adormilados, perdemos precisamente esa vigilancia y concentración que tanto impulsó a San Pablo para anunciar el evangelio y que lo convirtió en un colaborador tan fructífero del Espíritu Santo.
Además de trabajar en nuestra propia santificación, que es indispensable para servir real y perseverantemente en el Reino de Dios, deberíamos participar también del celo apostólico de San Pablo. No demos a las cosas de este mundo el primer lugar; sino el rango que les corresponde, de modo que el fuego de seguir y servir al Señor no se convierta en una diminuta llama.
Al pensar en aquellas almas que todavía no han acogido el evangelio o que aún deben profundizar en él; al tomar parte en el anhelo de nuestro Padre Celestial, que quiere atraer a los Suyos a Él; al fijar la mirada en el pronto Advenimiento del Señor, podremos comprender mejor las palabras de San Pablo y enfocarnos totalmente en Dios.