Mt 13,24-30
En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola a la gente: “El Reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras su gente dormía, vino su enemigo, sembró cizaña entre el trigo y se fue. Cuando brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña. Los siervos se acercaron al amo y le preguntaron: ‘Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Por qué tiene entonces cizaña?’ Él les contestó: ‘Algún enemigo ha hecho esto.’
Los siervos le dijeron: ‘¿Quieres, pues, que vayamos a arrancarla?’ Les respondió: ‘No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Ya diré a los segadores, cuando llegue la siega, que arranquen primero la cizaña y la aten en gavillas para quemarla, y que almacenen el trigo en mi granero’.”
No será antes del Fin de los Tiempos que la luz y las tinieblas sean separadas por completo, y será el Señor mismo quien lo haga, enviando a sus ángeles para llevar a cabo esta separación, como dice en otra parte del evangelio (Mt 13,49).
¡Cuánto nos gustaría tener un mundo puro y, más aún, una Iglesia pura! Se trata de un deseo legítimo. De hecho, en la eternidad será así: la oscuridad ya no dominará ni en nuestra existencia personal ni en la realidad que nos rodee. Sin duda, corresponde a nuestro anhelo más profundo vivir en la luz eterna y en comunión imperturbable con Dios. Podemos y debemos esperar con regocijo esta realidad.
El estar conscientes de que, de alguna forma, vivimos en un “mundo irreal” –aunque ponga de manifiesto el dolor ante la contradicción de la existencia humana–, puede darnos también la fuerza para perseverar en nuestro peregrinar a través del tiempo.
La realidad en este mundo es distinta a lo que nos espera y hacia donde nos dirigimos. La realidad aquí sigue estando marcada por la cizaña que el diablo siembra entre el trigo, por la oscuridad que opaca la luz…
Aunque sea fuerte nuestro anhelo por deshacernos del peso de las tinieblas del mundo, por no tener que escuchar de constantes catástrofes, por no recibir el anuncio de la aparente victoria del mal; hemos de saber afrontar esta situación de manera correcta. Esto es lo que Jesús nos da a entender en la parábola de hoy.
No está en nuestras manos humanas el crear un mundo puro, un “paraíso en la tierra”, como desearíamos que fuera. Ciertamente nosotros mismos podemos cambiar, permitir que la luz de Dios entre más y más en nosotros, crecer en la pureza de nuestro corazón, refrenar nuestras pasiones, etc. ¡Pero no podemos hacerlo en las otras personas! Esto es lo que los padres experimentan frecuentemente con dolor, cuando sus hijos toman caminos equivocados.
Una y otra vez a lo largo de la historia, también con fervor religioso, se ha intentado edificar un mundo distinto y aparentemente mejor. ¡Pero no se lo ha logrado! Y cuando se aplicaba violencia para conseguirlo, las cosas se ponían peores aún.
Si Jesús hubiera querido instaurar con violencia el Reino de Dios en la Tierra, hubiera dado armas a sus seguidores y les habría instruido respectivamente. Pero su enseñanza es totalmente distinta: “Dichosos los mansos, porque ellos heredarán la tierra” (Mt 5,5).
Sin embargo, esto no significa que no haya que ofrecer resistencia al mal. El poder estatal debe ser capaz de refrenar el mal, y nosotros mismos tampoco debemos permanecer pasivos e impotentes mientras el diablo siembra la cizaña. Pero no podemos impedirlo con violencia; sino que el “enemigo” sólo podrá ser vencido con armas espirituales (cf. Ef 6,11-13).
Por eso, conviene que en nuestra oración diaria expresemos nuestra renuncia a los poderes del mal, confesemos el Reinado de Cristo y le urjamos a poner fin al mal con su Segunda Venida (cf. 2Tes 2,8). También es necesario desenmascarar el mal y señalarlo, para que las personas no sean engañadas y terminen considerando el mal por bien (cf. Is 5,20) y desarrollando hostilidad hacia el bien.
Pero la mejor forma de contrarrestar el mal es siguiendo constantemente nuestro camino con el Señor y dejándonos guiar cada vez más por Él. La oscuridad es ahuyentada por la luz y la noche cede cuando el día amanece. Hacer el bien, ofrecer resistencia al mal con las armas apropiadas y confiar en la ayuda del Señor: esto es lo que realmente está en nuestras manos hacer. Cuanto más claro lo tengamos, más dejaremos de ser meros espectadores de la vida y Dios podrá actuar a través de nosotros, dándonos luz y fuerza para hacer todo lo que corresponde a nuestro encargo y a nuestras posibilidades. No se trata, pues, de esperar pasivamente hasta que todo termine y sea ordenado por Dios; sino de cooperar en el marco de nuestras limitaciones.