Mc 6,1-6
En aquel tiempo, Jesús se fue a su ciudad, y le seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado comenzó a enseñar en la sinagoga, y muchos de los que le oían decían admirados: “¿De dónde sabe éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado y estos milagros que se hacen por sus manos? ¿No es éste el artesano, el hijo de María, y hermano de Santiago y de José y de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?” Y se escandalizaban de él. Y les decía Jesús: “No hay profeta que no sea menospreciado en su tierra, entre sus parientes y en su casa.”
Y no podía hacer allí ningún milagro; solamente sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos. Y se asombraba por su incredulidad. Y recorría las aldeas de los contornos enseñando.
¿Cuál podrá ser la razón por la cual precisamente aquellos que conocían a Jesús de su tiempo en Nazaret no lo hayan aceptado como profeta e incluso se hayan escandalizado de Él? En este contexto, Jesús pronuncia la significativa frase: “No hay profeta que no sea menospreciado en su tierra, entre sus parientes y en su casa.”
Esta escena nos trae a la memoria las palabras que el Señor pronuncia por boca del profeta Oseas: “Cuanto más los llamaba, tanto más se alejaban de mí. Seguían sacrificando a los baales y quemando incienso a los ídolos” (Os 11,2).
Tal vez la familiaridad natural con una determinada persona, a la que uno conoce o cree conocer bien, hace que a uno le cueste creer que es escogida por Dios. En realidad es paradójico, porque debería ser considerado como un gran honor y una gracia que alguien de nuestro parentesco reciba un llamado especial de Dios para entrar en su servicio. En este caso, uno tiene el honor de vivir cerca de esta persona, teniendo parte en la gracia que Dios le concede. Así, también nuestra propia vida recibe una nueva luz.
Pero posiblemente en algunos se despierta la envidia… Sin embargo, la razón más frecuente del rechazo podría ser el hecho de que resulta difícil comprender la vocación directa de Dios hacia una persona. Por un lado, su vida adquiere un carácter distinto a la habitual, y a menudo rompe nuestros esquemas. Por el otro lado, la vocación no siempre se manifiesta de una forma totalmente extraordinaria y especial. Por eso puede resultar difícil de entender para algunas personas.
Los habitantes de Nazaret conocían al Señor, el hijo del carpintero; conocían a su madre y a sus parientes. Ya habían oído hablar de las obras que realizaba, y ahora se cuestionaban de dónde le venía su sabiduría y los milagros que hacía. Pero no eran capaces de llegar a la conclusión de que en Jesús se manifestaba de forma única la presencia de Dios. Por tanto, se escandalizaban de él y lo rechazaban. En el evangelio de San Lucas incluso está escrito que, después de su predicación en la sinagoga de Nazaret, quisieron despeñarlo desde una cima (Lc 4,29).
En efecto, existe el peligro de que, cuando uno se cierra a una gracia de Dios (como lo fue la venida de Jesús al mundo), el corazón se endurezca y uno se vuelva cada vez más incapaz de reconocer lo que el Señor obra. Incluso los signos visibles, que atestiguan claramente la presencia de Dios, pueden ser malinterpretados y usados en contra de la persona que los realiza. Algo similar puede suceder con la Palabra de Dios, que ha de servir para la instrucción e iluminación del hombre, pero éste puede tapar sus oídos y negarse a escuchar.
Ayer veíamos en la historia de Santa Martina cómo el emperador pagano se cerró frente a los innegables milagros que acontecieron ante sus propios ojos, considerándolos como hechicería, e incluso incrementó las torturas para forzar a la santa a la idolatría.
Sólo podremos entender a profundidad este grado de cerrazón si tomamos en cuenta la influencia de los demonios. En efecto, si nos cerramos a la verdad podemos volvernos cada vez más ciegos. Todo aquello que debería ayudarnos a reconocer la verdad puede entonces ser malinterpretado e incluso escandalizar. Llegados a este punto, es muy fácil para los demonios ejercer su influencia, si no fueron ellos mismos quienes provocaron de inicio la ceguera.
Bajo esta influencia, el rechazo se convierte en hostilidad y sucede lo contrario de lo que Dios había previsto. En el Libro de Oseas se dice que los hijos de Israel, en lugar de escuchar el llamado de Dios, se volvían aún más hacia los ídolos.
En el caso de Jesús, el rechazo hacia Él en su aldea natal incrementó hasta el punto de que incluso querían matarlo.
Una lección de este pasaje del evangelio para nosotros es que nos aferremos siempre a la verdad que nos transmiten las Sagradas Escrituras y el Magisterio de la Iglesia, y que nunca nos desviemos de ella.