Jn 6,52-59
En aquel tiempo, discutían entre sí los judíos y decían: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”
Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre.”
Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaúm.
Las palabras que hoy escuchamos de boca del Señor no son fáciles de entender. Sin embargo, aunque no comprendamos todo, en realidad el Señor se adapta aquí a nuestra forma de pensar, y especialmente a la forma de pensar de los judíos de aquella época.
La incomprensión de las palabras del Señor y de los sacramentos cristianos llegó a tal punto que, en el mundo pagano-romano, se pensaba al inicio que los cristianos practicaban el canibalismo en sus extraños y secretos ritos, pues creían que ingerían verdaderamente carne y sangre humana.
Su historia les recordaba a los judíos que Dios había hecho descender maná del cielo para alimentar a su pueblo en el desierto, y después los nutrió también con codornices (cf. Ex 16).
Jesús hace alusión a este maná, y quiere dejar en claro a los que lo escuchaban que Él mismo es este pan bajado del cielo. Los israelitas necesitaban el maná para sobrevivir en el desierto. Y ahora el Señor quiere que los judíos entiendan que, así como requieren el pan para vivir, así lo necesitan a Él. Sus cuerpos pueden preservar la vida sólo si ingieren alimento. Del mismo modo, el alma necesita al Señor, que se entrega a sí mismo como alimento. Sólo podrá desplegarse y florecer en nosotros la vida sobrenatural si comemos de este pan y bebemos de esta sangre.
Al hablar de la sangre, se hace alusión a los sacrificios, que eran esenciales en el culto judío. Eran un símbolo del perdón de los pecados. Con la muerte del Señor, que es nuestro sacrificio expiatorio, el cordero llevado al matadero, todos los anteriores sacrificios adquieren su verdadero significado como preparación para el sacrificio único de Cristo.
El sentido de todas estas palabras del Señor se nos revela en la Santa Misa, que es la actualización de su sacrificio. En la santa comunión, Cristo se nos entrega simbólica y realmente como alimento espiritual, que nutre nuestra vida interior. Si lo recibimos en estado de gracia, el Señor se une cada vez más a nosotros, y podemos vivir de Él.
De muchas maneras que se adaptan a nuestra comprensión humana, el Señor quiere darnos a entender el misterio de su venida, el misterio de su Persona.
No vino a nuestro encuentro sobre las nubes del cielo y envuelto en toda su gloria, como lo hará en su Segunda Venida al Final de los Tiempos. Antes bien, lo vemos como hombre, que, a pesar del milagro de su concepción virginal, tiene una madre, como todos nosotros, y un padre nutricio, San José. Dios se hace niño y se deja tratar como se trata a un niño. También aquí Dios quiere dársenos a entender y entra en nuestra historia humana: Jesús recibe un nombre, se conoce el lugar donde creció, sabemos quiénes fueron sus discípulos… Podríamos seguir enumerando las diversas formas en que Dios se nos hace presente, hasta llegar a su presencia en la Iglesia, a través de los sucesores de los apóstoles, los obispos; y a través del sucesor de Pedro, el Papa.
Todo esto nos deja claro que la venida del Señor no es simplemente un mito o una historia piadosa que nos transmite una moraleja. ¡No! ¡Se trata realmente de la venida del Hijo de Dios al mundo, para redimir a los hombres! Él entrega su propia vida para pagar nuestras culpas y rescatarnos del poder del mal.
En la actualización de su Pasión y Muerte en el Santo Sacrificio de la Misa, se nos otorgan los frutos de la Redención. La verdadera vida es creer en Él, permanecer en su Palabra, recibir sacramentalmente su cuerpo y su sangre. “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí.”
Así, vemos que este pasaje, en toda su profundidad, puede resultarnos muy sencillo de entender. Del mismo modo que necesitamos el alimento diario para mantenernos con vida, así necesitamos a Dios día tras día, para que la vida eterna, que obtendremos a plenitud después de esta vida, pueda empezar a desarrollarse desde ya. Jesús no sólo quiere transmitírnoslo teóricamente, sino que nos da todo para que podamos adquirir esta vida.