Lc 6,27-38
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros.”
El evangelio de hoy nos introduce, por así decir, a la “escuela superior” de la fe, y podremos notar inmediatamente que, si queremos al menos aproximarnos a cumplir estas palabras del Señor, sólo con la gracia de Dios será posible. Esta exigencia va más allá del alcance de nuestra naturaleza humana, que además está debilitada y sería incapaz de dar tales pasos por sí misma.
Sin embargo, el Señor no nos pide cosas sin que nos ofrezca, al mismo tiempo, la posibilidad de cumplirlas. Por eso hemos de escuchar con mucha atención, así como el Señor nos invita a hacerlo al inicio de este pasaje del sermón de la montaña. Si prestamos mucha atención, veremos que Él nos ofrece la clave para todos estos retos, contenida en estas palabras Suyas: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso.”
Se trata de aplicar concretamente aquellas otras palabras del Señor, que son bastante exigentes: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre del cielo.” (Mt 5,48). Así Jesús nos enseña el camino para llegar a pensar y actuar de forma sobrenatural. ¡Sólo a través de la gracia de Dios se vuelve posible amar a los enemigos!
Pero esta gracia no se limita únicamente a determinados momentos en los cuales podemos dar pasos tan grandes de fe, que superan nuestras limitaciones humanas. No, esta gracia puede actuar constantemente en nosotros y modelar todo nuestro ser. La perfección de Dios y su misericordia no son actitudes esporádicas; sino que hacen parte de su Ser. Y así mismo ha de suceder con nosotros… Todo lo que el Señor menciona aquí en el sermón de la montaña, son expresiones concretas del amor de Dios.
Entonces, la clave para poder practicar este amor que todo lo supera es el amor de Dios mismo, que nos hace capaces de actuar como Él. Vemos, pues, que estamos llamados a “ser como Dios”; pero no en el sentido de ambicionar su Omnipotencia, como sucedió con Lucifer; sino que hemos de amar como Dios e imitar Su modo de actuar y de ser.
Esta es la tarea del Espíritu Santo en nosotros, quien es el amor entre el Padre y el Hijo derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5,5). Si vivimos en estado de gracia y seguimos sinceramente al Señor, permitimos que el Espíritu de Dios nos transforme cada vez más. Él, el Espíritu de Dios, nos enseñará a amar como Dios ama y nos hará capaces de ello.
El Espíritu Santo nos ayudará a ver al enemigo no sólo en términos del mal que nos hace; sino que nos hará trascender esta perspectiva, llevándonos a pensar en su salvación eterna. Si nos hace el mal sin que le hayamos dado un motivo objetivo, entonces él se encuentra en un estado terrible e incluso podría estar en peligro su salvación eterna. Si contemplamos cómo el Señor entrega su vida para que los hombres sean salvados; si lo vemos en la Cruz pidiendo por aquellos que lo torturan, entonces el Espíritu Santo nos llevará a nosotros también a rezar por nuestros enemigos y a bendecir a los que nos odian.
En este punto, debemos cuidarnos de caer en aquel error que pretende dar estos pasos a nivel emocional, como si el Señor nos llamaría a tener sentimientos cálidos y bonitos hacia nuestros enemigos. Probablemente eso suceda sólo en raras ocasiones, por no decir nunca. Son más bien actos del espíritu, por los que nos decidimos con nuestra voluntad y que nos hacen capaces del amor sobrenatural. Tales actos son frutos de la vida espiritual, de la escucha del Señor, cuyas palabras resuenan en nosotros gracias al Espíritu Santo. Él nos las recuerda y nos ayuda a ponerlas en práctica en la situación concreta.
Todos los maravillosos actos que nos presenta el evangelio de hoy no nos resultan “naturales”. De hecho, normalmente tendremos que superar obstáculos, cuando un enemigo nos amenaza; cuando alguien que nos odia quiere perjudicarnos; cuando aquel que nos insulta, ataca nuestro honor; cuando el que nos golpea o nos asalta invade nuestra esfera privada y personal…
Tales resistencias no pueden simplemente obviarse, en un acto religioso de la voluntad. De hecho, seguiremos sintiendo los efectos cuando se nos haga daño, y no se trata de convertirnos en estoicos e insensibles, como si nada pudiera afectarnos… Sin embargo, si luchamos a través de la oración, nos será posible prestar más atención al actuar del Espíritu, que a nuestros propios sentimientos. Entonces, nos resultará posible sobrellevar en el Señor el sufrimiento causado por tales hostilidades, y, a partir de la unión con Dios, podremos dar la respuesta que Él quiere de nosotros. Así superamos las limitaciones de nuestra naturaleza humana, pues la gracia de Dios lo hace posible.