Lc 21,5-11
En aquel tiempo, como algunos hablaban del Templo, de cómo estaba adornado de bellas piedras y ofrendas votivas, él dijo: “De esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra, ni una que no sea derruida.” Le preguntaron: “¿Cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?” Jesús respondió: “Mirad, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: ‘Yo soy’ y ‘El tiempo está cerca’. No les sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones, no os aterréis. Es necesario que sucedan primero estas cosas, pero el fin no es inmediato.” Y añadió: “Se levantará nación contra nación y reino contra reino; habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos lugares; se verán cosas espantosas y grandes señales en el cielo.”
Es fundamental que la Iglesia nos recuerde una y otra vez el Fin de los Tiempos. Nos encaminamos hacia el Retorno de Cristo. Aunque nadie conoce el día ni la hora (Mt 24,36), no cabe duda de que llegará el momento, así como también nos llegará con toda seguridad la hora de morir.
En muchos pasajes, la Sagrada Escritura nos enseña claramente que no existe una evolución natural hacia lo mejor, por más que haya especulaciones en ese sentido. Podemos constatarlo en la historia humana. Ciertamente hemos alcanzado algunos avances, sobre todo en lo que refiere a las circunstancias exteriores de la vida y la convivencia. No pocos conocimientos científicos han contribuido a una mejora en las condiciones de vida. Sin embargo, cuando nos fijamos, por ejemplo, en la barbaridad del aborto, en la eutanasia que se difunde, en la perversión sexual y en muchas otras cosas, tenemos que concluir con sobriedad que no necesariamente el hombre cambia para bien en un proceso meramente natural. Sólo bajo el influjo de la gracia es capaz de superar aquellos destructores abismos que lo aprisionan.
En ese sentido, es insensato poner nuestra esperanza en personas, en sistemas políticos, en ideas humanas, en un proceso evolutivo de la historia que tiende por sí mismo a lo positivo u otros constructos semejantes.
Podemos tener esperanza gracias a la bondad y el amor de Dios, que no se cansa de llamarnos de regreso a casa, a su Reino. Podemos tener esperanza porque el amor divino no es inestable como nuestro amor humano, porque Dios cumple sus promesas, porque el amor del Padre no se rinde frente a nuestro alejamiento, sino que nos busca sin cesar.
Es esta esperanza en la inmutable bondad de Dios la que ha de impedir que nos desesperemos ante los terribles sucesos que Jesús predice en el evangelio de hoy. La sola idea de que el glorioso Templo de Jerusalén sería destruido, debió ser casi inconcebible para los discípulos. El Señor anuncia guerras, hambre, peste, terremotos, sucesos terribles… Llegarán falsos profetas que confundirán a las personas y aparecerán grandes señales en el cielo.
El Señor no nos oculta las catástrofes que nos esperan. El Retorno de Cristo estará precedido por acontecimientos terribles. Si no cerramos nuestros ojos, nos daremos cuenta de que mucho de lo que aquí fue anunciado ya ha tenido lugar. En efecto, todo lo que el Señor nos hace ver en el evangelio de hoy ya ha sucedido, y otros acontecimientos pueden aún sobrevenirnos…
Entonces, no podemos anunciar un mundo que se convierte en armonioso y pacífico sólo gracias a los esfuerzos de las personas. Tanto la Sagrada Escritura como el transcurso de la historia nos enseñan algo distinto. Por muy correcto que sea trabajar para que nuestro mundo sea mejor y más justo, es un error esperar que esto suceda en primera instancia gracias a la obra del hombre. Querer ver siempre sólo lo bueno tergiversa la realidad tanto como si siempre y en toda hora se detecta sólo el mal.
¡Hemos de interiorizar el realismo bíblico! Podemos esperar una mejora siempre y cuando el hombre corresponda a la gracia de Dios y su corazón sea transformado.
¡Sólo habrá verdadera paz cuando los hombres conozcan a Dios como Él es en verdad y acepten la Redención en Cristo! “Paz sólo hay en Dios” –como decía el hermano Nicolás, un santo de Suiza.
Hay que advertir que puede existir una falsa paz, que excluye a Dios. También se está intentando involucrar a las religiones en los esfuerzos por alcanzar la paz, pero lamentablemente a costa de la unicidad y singularidad del mensaje del Señor.
¡No serán las instituciones políticas las que traigan verdadera paz! Sería más importante advertir de ellas que exigir obediencia a tales entidades, pues no se puede obviar su carácter anticristiano, que a menudo se manifiesta. Tampoco una “religión universal” podría crear verdadera paz. Antes bien, ésta sólo eclipsaría el Reinado de Cristo.
Entonces, no nos dejemos engañar y pongamos en Dios toda nuestra esperanza. Él nos sostendrá en todos los terribles sucesos que precederán al Retorno de Cristo, de manera que no puedan paralizarnos. Si escuchamos sobre estos escenarios amenazadores, acudamos al Señor, en cuya cercanía podemos refugiarnos aun en las tribulaciones, con la certeza de que Cristo vendrá. Sí, ¡ven Señor Jesús! ¡Maranathá!