Hch 4,32-37
La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y un solo espíritu. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con gran poder. Y gozaban todos de gran simpatía.
No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de las ventas y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad.
La lectura de hoy nos muestra una realidad maravillosa obrada por el Espíritu Santo. Los fieles de la nueva comunidad cristiana tenían “un solo corazón y una sola alma”. Esto significa que estaban tan unidos en el amor a Dios y en el amor mutuo, que conformaban una profunda comunión en el Espíritu, una unidad que sólo puede venir de Dios. Se trata de una comunidad que no surge de los lazos de la sangre; sino de la común escucha a la Voluntad de Dios, del reconocimiento de Jesús como Hijo de Dios y de la disposición de cumplir su Voluntad. Así, aquella unidad que existe entre las tres Personas divinas se extiende también a los fieles, sobre los cuales se derrama en abundancia la gracia. Si nos fijamos en la primera comunidad cristiana, podemos hacernos una pequeña idea de aquella comunión que llegará a su perfección en el cielo, cuando Dios, los ángeles y los hombres conformen una unidad indestructible en el amor, en la cual cada uno sirve al otro con alegría, y el uno le transmite al otro todo cuanto conoce acerca de Dios.
El amor a Dios y el amor mutuo los movía a compartir cuanto tenían, haciendo resplandecer así la maravillosa obra del Espíritu Santo. Sin embargo, el compartir era plenamente voluntario, y en esto se diferencia de todos los posteriores intentos de crear artificialmente una equidad entre los hombres, que solían desembocar en grandes injusticias, como sucedió, por ejemplo, con el comunismo. Si se toma una idea que, en su origen, es una inspiración del Espíritu Santo, y se la saca de su contexto divino para convertirlo en una ideología, entonces termina distorsionándose y transformándose en lo opuesto. Carece precisamente del amor divino, que es la fuerza que la sostiene. Este amor no puede ser reemplazado por la simple voluntad humana, aun si ésta está dirigida al bien. Esta forma de proceder se ha repetido una y otra vez a lo largo de la historia humana. Si aquello que es originariamente inspirado por el Espíritu Santo no viene acompañado por la búsqueda de la santidad, entonces el hombre termina cediendo a las malas inclinaciones de su naturaleza y a la larga no puede responder a las exigencias de un modo de vida tan elevado.
En la primitiva comunidad cristiana, que la lectura de hoy nos presenta, surgió una nueva forma de justicia. Ya no se ponía en primer lugar el asegurar los propios bienes, sino que la mirada estaba puesta en todos y en cada uno de los miembros. Cada uno recibía de acuerdo a sus necesidades. ¡Y la sencillez cristiana hace aún más resplandeciente un modo de vida tal! Puesto que la comunidad tenía un solo corazón y una sola alma, podía reconocer que las necesidades no eran las mismas para cada persona, y que esta diferencia no procedía del egoísmo sino de las distintas circunstancias de vida.
¡Qué gran obra del Espíritu Santo!
A lo largo de la historia del cristianismo, se procuró una y otra vez imitar este modo de vida, especialmente en las comunidades religiosas y monásticas. Hasta hoy en día sucede así, también en algunas comunidades más recientes. No siempre es fácil corresponder a estos elevados estándares, porque la naturaleza humana suele buscar la seguridad en las posesiones materiales. Por eso, la búsqueda de la santidad tiene que estar como fundamento, para refrenar las inclinaciones de nuestra naturaleza. Pero hasta el día de hoy la propiedad comunitaria, cuando es voluntaria y movida por el amor, sigue irradiando esa luz que resplandecía en la primera comunidad cristiana.
En medio de esta nueva forma de vida de aquella familia espiritual que había surgido, los apóstoles proclamaban con fuerza la Resurrección del Señor. Así, pues, no es de sorprender que hubiera tantas personas que se veían atraídas por su testimonio. Por una parte, escuchaban la palabra llena de autoridad de los apóstoles, anunciada con la fuerza del Espíritu Santo; y, por otra parte, veían el ejemplo de la vida cristiana en todo el esplendor del primer amor. En este caso, existía una total coherencia entre la palabra y el testimonio de vida.
El ejemplo de la comunidad primitiva como un fruto del Espíritu Santo, sigue actuando de diversas maneras hasta el día de hoy. Allí donde la comunidad cristiana tiene los ojos y el corazón abiertos, tanto a las necesidades de los pobres de entre ella, como también de la humanidad entera, allí puede actuar el Espíritu Santo, invitando a compartir. Si esto sucede, entonces sigue vivo el espíritu de la primera comunidad cristiana, y suscitará ejemplos siempre nuevos en los cuales se realice aquel voluntario compartir de bienes.