Rom 7,18-25
Sé muy bien que no es bueno eso que habita en mí, es decir, en mi carne; porque el querer lo bueno lo tengo a mano, pero el hacerlo, no. El bien que quiero hacer no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago. Entonces, si hago precisamente lo que no quiero, señal que no soy yo el que actúa, sino el pecado que habita en mí. Cuando quiero hacer lo bueno, me encuentro inevitablemente con lo malo en las manos. En mi interior me complazco en la ley de Dios, pero percibo en mi cuerpo un principio diferente que guerrea contra la ley que aprueba mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mi cuerpo. ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias. Así, pues, soy yo mismo quien, con la razón, sirvo a la ley de Dios, y, con la carne, a la ley del pecado.
En este pasaje, San Pablo describe el combate contra nuestra propia carne, o, dicho en otras palabras, la lucha contra nuestras malas inclinaciones.
Los maestros de la vida espiritual nos enseñan que existen tres enemigos a los que nos enfrentamos en el camino de seguimiento de Cristo. Por un lado, está el combate contra el Diablo; en segundo lugar, el combate para no dejarnos vencer por la atracción y las seducciones del mundo; y, finalmente, el combate contra la carne, es decir, la lucha contra nuestros apetitos desordenados, tanto a nivel espiritual como corporal.
Tal vez se puede decir que este último combate es el más difícil, porque estamos constantemente confrontados a nuestra propia carne. San Pablo lo describe con mucha claridad: la razón no es lo suficientemente fuerte para resistir a las seducciones del pecado. Esto es consecuencia del pecado original, cuyos efectos se han agravado aún más a causa de los pecados personales.
Es necesario conocer este deplorable “inventario” que nos ha quedado de herencia, para que no hagamos una estimación errónea de la situación del hombre, basándonos en la supuesta bondad de su naturaleza.
Hemos de tener la visión realista que nos proporciona la auténtica doctrina de la Iglesia (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 385-412). Nuestra voluntad ha quedado debilitada, pero no completamente aniquilada. Por eso, con la gracia de Dios, podemos proponernos contrarrestar las inclinaciones negativas de nuestra naturaleza caída. Es necesario librar este combate, para reconquistar de alguna manera la integridad de nuestra persona y volver a asumir el señorío sobre nosotros mismos, evidentemente bajo el dominio de Dios.
Este combate es lo que los maestros espirituales denominan “ascesis”. El Apóstol de los Gentiles nos ha dejado en claro que es Nuestro Señor Jesucristo quien puede salvarnos de esta condición de pecado. Sólo en Él y gracias a su ayuda podremos contrarrestar permanentemente nuestras malas inclinaciones; sólo por Él podremos librar este combate, sin rendirnos después de haber sufrido derrotas.
En primer lugar, conviene observar nuestras inclinaciones carnales, o, dicho en otras palabras, las pasiones desordenadas. Una ira desenfrenada nos lleva al pecado de la injusticia; el deseo sexual desordenado es destructivo; un excesivo apetito en la comida puede terminar en gula; dejarse llevar por la pereza impide hacer el bien; la avaricia ata a la persona a sí misma y restringe su capacidad de amar, y así sucesivamente.
Existen también otras inclinaciones en nosotros, que el Señor menciona claramente, enseñándonos que toda maldad procede del corazón del hombre (cf. Mt 15,19).
Para emprender seriamente el combate contra todas estas inclinaciones se requiere de una decisión fundamental. Debemos estar dispuestos a conocernos a nosotros mismos, siendo sinceros a la hora de enfrentarnos al mal que hay en nuestro interior y queriendo reconocerlo.
No pocas personas temen verse a sí mismas a la luz de Dios. Les asusta tanto lo que pudieran encontrar en su interior, que olvidan que están ante un Padre lleno de amor, que quiere ayudarles a desplegar la imagen de Dios que portan en sí mismas. Por eso prefieren cerrar los ojos ante sus malas inclinaciones, y, en consecuencia, tampoco las combaten decididamente con la ayuda de Dios. Pero esta actitud tendrá efectos negativos e incluso podrá repercutir sobre su religiosidad, haciéndola artificial y menos auténtica, porque tienden a querer ver únicamente sus lados positivos, mientras reprimen los negativos.
¡Es bueno enfrentarse a la realidad! “El Señor corrige a quien ama” –nos dice la Sagrada Escritura (Hb 12,6). Entonces, es el amor de Dios el que quiere que, con su ayuda, luchemos contra nuestras malas inclinaciones y tratemos de poner en práctica las virtudes. Si yo, por ejemplo, tiendo a una ira excesiva, no puedo simplemente dejarme llevar por esa pasión; sino que debo intentar dominarla con la ayuda de Dios. Si se enciende en mí la ira, no debo justificarla, como lamentablemente a menudo suele hacerse; sino que he de empezar a orar interiormente, refrenando así esta pasión desordenada. Conviene que tengamos presentes estas palabras de la Escritura: “La ira del hombre no desemboca en lo que Dios quiere” (St 1,20). Además, hemos de pedirle al Señor que nos haga mansos y, por nuestra parte, esforzarnos por adquirir esta virtud.
Lo que hemos dicho en este ejemplo acerca de la ira puede aplicarse a todas las otras pasiones desordenadas, como, por ejemplo, refrenar la sexualidad desordenada y, al mismo tiempo, luchar por la virtud de la castidad. Será un combate largo, pero así podremos demostrarle al Señor nuestra fidelidad.