1Tim 2,1-8
Ante todo, recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad. Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad.
Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Tal es el testimonio dado en el tiempo oportuno, y de este testimonio yo he sido constituido heraldo y apóstol –digo la verdad, no miento–, maestro de los gentiles en la fe y en la verdad. Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar elevando hacia el cielo unas manos piadosas, sin ira ni discusiones.
La intercesión y la acción de gracias jamás deben desaparecer de nuestra vida de oración, aunque nos sintamos más llamados a servir al Señor en el silencio y en la contemplación. El anuncio de la fe ha de llegar a todos los hombres, para comunicarles la Buena Nueva de la salvación.
Con nuestras plegarias podemos abarcar a todos los hombres, sin excepción. Esta es una gran oportunidad que Dios nos ofrece para asumir responsabilidad por los demás. Nadie debe sentirse demasiado pequeño e indigno como para prestar este servicio, y Dios otorgará un lugar de honor a aquel que haya sido fiel en su oración de intercesión.
San Pablo menciona hoy en particular la oración por todos los que ocupan cargos de autoridad. Deberíamos tenerlos en mente todos los días, sin olvidarnos de rezar por ellos. Ciertamente estas personas son aún más tentadas que otras y necesitan el “respaldo” de nuestra oración para no caer en la tentación de abusar de su autoridad. Si lo hicieran, esto afectaría a todas las personas que les fueron confiadas. Ciertamente esta es una de las razones por las que San Pablo pide especialmente la oración “por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad.”
El Apóstol de los Gentiles está lleno de convicción y sabe que ha sido enviado a anunciar la salvación a todos los hombres, pues “Dios quiere que todos se salven”.
Cuando vemos esta fuerza misionera en San Pablo –seguramente un fruto del Espíritu Santo–, podemos preguntarnos: ¿Dónde ha quedado hoy este celo apostólico? Y todos los misioneros en el pasado ¿no estaban impulsados por esta misma convicción de que las almas debían salvarse? ¿Y qué sucede hoy?
Ciertamente todavía hay cristianos que se dejan mover por el Espíritu de Dios y están dispuestos a grandes sacrificios y esfuerzos para anunciar el Evangelio. Pero ¿será que todavía se tiene la suficiente consciencia en nuestra Iglesia Católica de que todos los hombres han de salvarse y llegar al conocimiento de la verdad por medio de Jesucristo?
En este contexto, se me vienen a la memoria las lamentables palabras que pronunció recientemente, en los días previos a la Jornada Mundial de la Juventud en Lisboa, el obispo auxiliar que estaba a cargo de dicho evento: “Nosotros no queremos convertir a los jóvenes a Cristo, a la Iglesia Católica. Nada de eso, absolutamente” (https://www.aciprensa.com/noticias/futuro-cardenal-aguiar-desde-lisboa-2023-no-queremos-convertir-a-jovenes-a-cristo-21464).
Entonces, ¿cuál es el sentido de un evento eclesial como éste? ¿Acaso los jóvenes no se reúnen para celebrar y profundizar su fe? ¿No era ésta la intención del Papa Juan Pablo II? ¡Seguramente!
¿No tienen los jóvenes el santo derecho de que la Iglesia les anuncie al Salvador? Y la Iglesia ¿no tiene la santa obligación de hacerlo? ¡Por supuesto!
Es necesario reavivar en nosotros el fuego, es decir, el Espíritu Santo, que está en peligro de extinguirse. La Iglesia vive de su Señor y es guiada por su Espíritu. Es a Él a quien todos deben escuchar y obedecer: desde la Cabeza de la Iglesia hasta el más pequeño de los fieles.
La obra de la evangelización no ha concluido aún. Pero, ¿a quién podrá enviar el Señor si, en lugar de anunciar el evangelio, conscientes de que todos los hombres deben salvarse por medio de Cristo, se pretende colocar a todas las religiones a un mismo nivel? ¿Quién seguirá ardiendo por la evangelización si se presenta como meta la construcción de un mundo fraterno y se descuida que todos los hombres lleguen al conocimiento de la verdad?
Esta verdad tiene un nombre, un rostro concreto, como nos muestra la lectura de hoy: “Hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos.”