Sir 27,30–28,7
Rencor e ira son abominables, el pecador está habituado a ambos. El vengativo sufrirá la venganza del Señor, que llevará cuenta exacta de sus pecados. Perdona la ofensa a tu prójimo, y, en cuanto lo pidas, te serán perdonados tus pecados. Si un hombre alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor? Si no se compadece de su semejante, ¿cómo pide perdón por sus propios pecados?
Si él, un simple mortal, guarda rencor, ¿quién perdonará sus pecados? Acuérdate de las postrimerías, y deja ya de odiar, recuerda la corrupción y la muerte, y sé fiel a los mandamientos. Recuerda los mandamientos, y no tengas rencor a tu prójimo, recuerda la alianza del Altísimo, y pasa por alto la ofensa.
Esta lectura está estrechamente relacionada con el Evangelio de hoy (Mt 18,21-35), en el que Jesús, a través de la parábola del siervo despiadado, le da a entender a Pedro que tiene que perdonar setenta veces siete a su hermano. La lectura hace referencia a la ira y al rencor contra el prójimo, y no a la así llamada “ira santa” que se enciende al ver que Dios está siendo ofendido por el pecado. Como expresión de esta última ira, los judíos se desgarraban las vestiduras.
Pero no, la lectura de hoy se refiere a la ira y al rencor que se dirigen contra una persona, no contra sus malos actos. A menudo no es fácil hacer esta distinción y, en lugar de dirigir la ira contra el acto, la volcamos contra aquel que lo comete y apenas estamos dispuestos a perdonarle. De este modo, conservamos una especie de “cuenta de deuda” contra él para acusarlo, y asumimos una cierta posición de poder frente a él.
La lectura y el evangelio de hoy nos dejan en claro que, si actuamos así, no podemos esperar contar con el perdón de Dios. De hecho, nosotros mismos le bloqueamos el acceso y le cerramos el corazón, pues éste está dominado por la ira.
Por eso, lo primero que debemos hacer cuando surgen en nosotros estos sentimientos de ira es tomar una decisión. Si no tomamos esta decisión de no dejarnos dominar por la cólera, nunca podremos deshacernos de ella. Es necesario establecer claramente la distinción que señalé anteriormente, entre los actos en sí mismos y la persona que los comete.
La palabra del Señor es clara: “Si él, un simple mortal, guarda rencor, ¿quién perdonará sus pecados?” Esto se aplica a la persona que persiste en su resentimiento contra otra. Se sobreestima a sí misma y cree tener derecho a la ira. Sin embargo, la Escritura nos dice con toda claridad: “Si no se compadece de su semejante, ¿cómo pide perdón por sus propios pecados?”
Hay que dar un paso de humildad. En efecto, toda persona que se deja llevar por la ira y no es capaz de refrenarla, cree tener la razón. Así, persistir en la ira se convierte en un pecado que envenena el corazón del hombre.
Las palabras que siguen a continuación en la lectura son más claras aún: “Acuérdate de las postrimerías, y deja ya de odiar, recuerda la corrupción y la muerte, y sé fiel a los mandamientos.” Esta exhortación tiene un gran peso, porque cuando pensamos en la muerte y nos cuestionamos si el Señor nos acogería en este estado de ira contra nuestro hermano, rápidamente llegaríamos a una conclusión muy realista y –ojalá– cambiaríamos de actitud.
Quizá se haya instalado en nosotros la ira y el resentimiento hacia las personas en general o hacia algunas específicas, quizá incluso contra Dios mismo. En este caso, puede tratarse de experiencias negativas que hemos vivido y que no hemos sabido perdonar y superar; heridas que se han acumulado en nuestro interior y que nos envenenan por dentro. Entonces, no sólo se enciende la ira en determinadas situaciones; sino que con mucha frecuencia y facilidad puede activarse, con cualquier cosa que se nos presente.
Aquí nuevamente hay que hacer una distinción: ¿Será que la ira en mí procede de aquellas heridas de fondo que acabo de describir o es simplemente una expresión de mi orgullo, que se manifiesta en cuanto las cosas no se cumplen como yo hubiese querido?
En el primer caso, es necesario un proceso largo y perseverante de sanación, pidiéndole una y otra vez al Señor que intervenga a través de su Espíritu Santo, como decimos en la Secuencia de Pentecostés:
“Mira el vacío del hombre
si Tú le faltas por dentro (…);
sana el corazón enfermo (…),
doma el espíritu indómito.”
Al mismo tiempo, hemos de implorarle con insistencia que nos conceda la gracia de poder perdonar.
En el segundo caso, si constatamos que la ira es manifestación de nuestra soberbia, debemos pedirle perseverantemente al Señor que nos dé humildad, para que el espíritu del orgullo sea debilitado y aprendamos a mirar las situaciones desde la perspectiva de Dios, desprendiéndonos así de nuestro egocentrismo.
En todo caso, sea cual sea su motivo, debemos renunciar a la ira e intentar superarla con la ayuda de Dios.