Dios es nuestro verdadero hogar

Lc 9,57-62

Lectura correspondiente a la memoria de San Gotardo

En aquel tiempo, mientras iban caminando, uno le dijo a Jesús: “Te seguiré adondequiera que vayas.” Jesús replicó: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.” Dijo a otro: “Sígueme.” Pero él respondió: “Déjame ir primero a enterrar a mi padre.” Replicó Jesús: “Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú vete a anunciar el Reino de Dios.” Hubo otro que le dijo: “Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa.” Replicó Jesús: “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.”

Este es el evangelio que la Iglesia en Alemania ha escogido para la memoria de San Gotardo, obispo de Hildesheim. Antes de ser obispo, Gotardo fue abad del monasterio benedictino en Neresheim.

Las palabras que pronuncia el Señor en este pasaje del evangelio, nos muestran la incondicionalidad del seguimiento de Cristo. Jesús no tenía un sitio de reposo en este mundo; no se construyó un “nido” ni vivió en una residencia para allí recibir a aquellos que venían a buscarlo. No obstante, esto no significa que no hubiese tenido un hogar y hubiese estado desamparado, pues su hogar era la Voluntad del Padre. Este es, en efecto, el hogar interior que todos nosotros podemos recibir de Dios mientras dure nuestra peregrinación en este mundo. El hogar exterior es pasajero y, como se experimenta a menudo, también puede ser quebradizo. Por eso es importante anclarse en Dios, pues este hogar no puede sernos quitado, ni aunque las guerras o todo tipo de circunstancias adversas amenacen nuestro hogar terrenal.

El encontrar en Dios nuestro hogar y toda nuestra seguridad, cuenta especialmente para aquellas personas que han recibido el llamado del Señor a dejarlo todo atrás para seguirle a Él. Esto también implica poner en segundo plano a los propios familiares por causa de Jesús. Para muchos resulta incomprensible un llamado tal del Señor, siendo así que suelen tener su mayor apoyo y seguridad en el hogar terrenal y en la familia. Pero si alguien recibe un llamado que no permite mirar hacia atrás, entonces debe seguirlo aun si las personas no lo entiendan.

Resulta más comprensible un llamado tal cuando consideramos que conduce directamente al servicio a Dios y a todos los hombres. De hecho, el anuncio del Evangelio significa ofrecer a los hombres la salvación, y darles acceso al camino que conduce al hogar eterno. Es un servicio para la verdadera salvación de la humanidad. ¡Todo lo demás ha de subordinarse a esta misión! En ese sentido, hace falta una libertad definitiva para corresponder a este llamado, porque se ha puesto la mano en el arado del Señor. Se aplican aquí las palabras de San Pablo: “Olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante” (Fil 3,13).

Esta libertad definitiva para seguir al Señor por completo se ve notablemente restringida cuando no nos desapegamos de los vínculos naturales, y éstos pueden incluso convertirse en un gran obstáculo. Por tanto, resulta comprensible que el Señor no haga concesiones en este campo. Quien no esté dispuesto a cumplir todas las condiciones, no podrá corresponder al llamado a seguir a Cristo de esta forma. Estará “mirando hacia atrás”…

Es importante tener esto en claro, porque aquí el Señor no cambiará de parecer. Sin embargo, si respondemos a un llamado tal, se abrirá un camino maravilloso y fructífero, que también llena a la persona que lo sigue.

Si alguien recibe un llamado tal, sólo puedo aconsejarle encarecidamente que responda enteramente a él. Aquél que ha llamado –es decir, el Señor– también dará la gracia para corresponderle.

También los padres deberían estar muy atentos por si su hijo recibe un llamado tal, y apoyarlo aun si eso significa que el hijo o la hija deje atrás a la familia. ¡Es un honor para la familia que uno de sus miembros sirva al Señor de esta forma! Hemos de aprender a verlo con la mirada de Dios, y considerar qué gracia es el ser llamados por Él.

Sería trágico que se debilite o se pierda esta radicalidad del llamado. Entonces, una “sal” particularmente intensa y sabrosa se volvería desabrida y perdería su fuerza (cf. Mt 5,13). En nuestra Iglesia Católica, tenemos la tradición de pedir vocaciones religiosas, para que “el dueño de la mies envíe obreros a su mies” (Lc 10,2). Quizá podría añadírsele a esta oración tan importante la petición a Dios de que estas vocaciones también sean vividas en la radicalidad conforme a su Voluntad, para que la Iglesia experimente una verdadera renovación.

Vocaciones religiosas que se enreden en asuntos mundanos, que miren hacia atrás y no se desprendan suficientemente de sus apegos naturales, fallarán a su tarea y no podrán desplegar toda su fecundidad.