Mt 28,16-20 (Evangelio correspondiente a la memoria de San Juan de Brébeuf y compañeros)
En aquel tiempo, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y en cuanto le vieron le adoraron; pero otros dudaron. Y Jesús se acercó y les dijo: “Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.”
¿Qué motivación puede impulsar a una persona a asumir terribles penurias y sufrimientos en aras de la salvación de las almas, para que éstas reciban el mensaje de Cristo? Es ese inescrutable amor que movió a Dios mismo a venir a este mundo, exponiéndose al sufrimiento en la Persona de su Hijo, para arrebatar su presa a los poderes de las tinieblas y conducir a los hombres a su Reino eterno.
Nunca podríamos entender la vida y la muerte de San Juan de Brébeuf (1593-1649) si no lo contemplamos como discípulo de un Maestro que mandó a los suyos: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos.”
Junto con sus heroicos compañeros de la Compañía de Jesús, Juan de Brébeuf tuvo la osadía de predicar el Evangelio a las tribus indias de Norteamérica. Durante quince años convivió con los hurones. Al inicio, sus esfuerzos misioneros parecían no dar mucho fruto. Sin embargo, se dedicó a aprender el idioma de los hurones, lo que le permitió acceder mejor a sus concepciones religiosas y valerse de ellas como punto de enganche para la evangelización. Tradujo un catecismo del francés a lengua hurona. Compiló diccionarios, tradujo oraciones y pasajes de la Sagrada Escritura. Este trabajo se volvió fructífero para toda su misión posterior.
Poco a poco, aunque no sin contratiempos, sus esfuerzos empezaron a dar fruto con la gracia de Dios. Los hurones confiaban cada vez más en él, pero todavía no se producían conversiones. Cuando se trataba de aceptar las enseñanzas cristianas, le decían que probablemente tenía un Dios distinto al de ellos y que la tradición de su tribu era otra.
El problema estaba claro: los hurones eran muy dependientes de lo que decían sus hechiceros, y éstos generalmente se oponían a los misioneros. Juan de Brébeuf estaba consciente de que eran los poderes del mal que luchaban contra la propagación de la fe y los combatía con armas espirituales.
Le resultaba más fácil ganarse la confianza de los niños, y esperaba llegar a los adultos a través de ellos. Luego se presentó una situación que ayudó al santo en su fervor apostólico. Resulta que, a través de los europeos, los indios contraían enfermedades que cobraban muchas vidas. Puesto que los curanderos hurones no conseguían curarles, mientras que los misioneros permanecían a salvo de la enfermedad, empezó a crecer su reputación entre los nativos. Así, éstos se fueron desprendiendo de los hechiceros. Además, el Señor concedió que, tras la oración de Juan Brébeuf, cayera la lluvia que tanto habían pedido y que todos los ritos de los curanderos no habían logrado atraer. De esta manera, la apertura fue cada vez mayor. El primer hurón que se hizo cristiano adoptó el nombre de José. Le siguieron otros y así surgió una comunidad cristiana entre los hurones.
Pero luego, cuando llegó una nueva ola de enfermedades, los hechiceros acusaron a los misioneros de ser culpables de estas enfermedades, de traer división a la tribu y a las familias por predicar la fe cristiana, etc. El ambiente cambió. Juan de Brébeuf y su hermano Lalemant eran vistos ahora como una amenaza, incluso como demonios. Sus vidas ya no estaban a salvo. A menudo fueron perseguidos y golpeados, pero esto no les impidió seguir yendo a todas partes con gran celo apostólico y bajo grandes fatigas con tal de anunciar la fe. En estas circunstancias, el número de cristianos siguió creciendo y habían surgido ya algunas misiones donde los bautizados podían practicar su fe.
Juan de Brébeuf sabía que le esperaba el martirio. Se preparó con las siguientes palabras:
“Te prometo a ti, mi Salvador Jesús, que nunca me sustraeré, en lo que de mí dependa, a la gracia del martirio, si alguna vez por tu infinita misericordia me la ofreces a mí, indignísimo siervo tuyo. Me comprometo por el resto de mi vida a que no se me permita rehuir de la oportunidad de morir y derramar mi sangre por ti, a menos que considere que en el momento dado es más justo para tu gloria actuar de otra manera.”
Echemos una mirada a su corazón misionero, encendido de amor, que anhelaba ardientemente la conversión de los indios confiados a su cuidado:
“Dios mío, ¡cuánto me duele que no seáis reconocido, que esta región pagana aún no se haya convertido plenamente a vos y que el pecado todavía no haya sido erradicado aquí! Dios mío, por muy duras que sean las torturas que tienen que soportar los prisioneros en esta región, por muy cruel que sea el salvajismo de sus penas de muerte, si todas éstas recayeran sobre mí, con gusto me ofrecería por ellos y quisiera padecerlas todas.”
¿Qué más se puede añadir a esta ardiente oración?
Solamente cerrar su historia diciendo que, cuando llegó el momento y los iroqueses hostiles atacaron la misión cristiana de los hurones, Juan de Brébeuf no se puso a salvo, aunque se lo ofrecieron. Fue capturado y asesinado ritualmente según la costumbre de los iroqueses, no sin antes ser burlado por causa de su fe.
De tal Maestro, tales discípulos…
Pero la semilla de los mártires produjo fruto, porque nada de lo que se sufra por amor a Jesús es en vano.