Oh Llave de David y Cetro de la casa de Israel;
que abres y nadie puede cerrar;
cierras y nadie puede abrir:
ven y libra a los cautivos
que viven en tinieblas y en sombra de muerte.
“Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18) –nos dices Tú, oh Llave de David y Cetro de la casa de Israel.
Tú, el Cordero de Dios, fuiste el único digno de abrir el Libro y sus sellos (Ap 5,1-5).
El Padre lo ha puesto todo en Tu mano (Jn 3,35),
y Tú has guardado a todos los que Él te encomendó (Jn 17,12).
Tú eres el Alfa y la Omega,
Aquel que es, que era y que vendrá de nuevo (Ap 1,8)
para juzgar a vivos y muertos.
A quien Tú le abres las puertas del Reino de Dios,
nadie puede retenerle,
nadie puede arrebatarlo de Tu mano (Jn 10,28),
ni los principados, ni las potestades, ni creatura alguna (Rom 8,38-39).
Si tú abres la puerta, podremos entrar
y ya nadie podrá cerrarla (Ap 3,8).
Tu Corazón, oh Señor, nos lo has abierto ya de par en par.
¡Dichoso aquél que entre en él!
Allí encontrará todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (Col 2,3);
el Reino del amor, la gracia de la Redención…
¡Y este Corazón está siempre abierto,
y nadie podrá jamás cerrarlo!
Enfrentas el odio con el amor;
la mentira con la verdad;
la culpa con el perdón;
el alejamiento de Dios con Tu cercana presencia.
Oh Llave de David y Cetro de la casa de Israel,
¡que todos los pueblos acudan de prisa al pesebre,
pues contigo nos ha llegado el Reino de los Cielos!
Tú quieres cerrar las puertas del infierno,
y no quieres que ninguno se pierda.
Sin embargo, dejas que el hombre escoja.
Si no entra por la puerta abierta de Tu Corazón,
se quedará fuera.
Los ladrones y salteadores pretenden entrar por otro lado en el redil de las ovejas (Jn 10,1); pero sólo Tú eres la puerta (Jn 10,9).
Tú quebrantas las cadenas de la culpa, los grilletes de la muerte,
con los que Satanás ata a los hombres.
Sin Ti no puede haber verdadera vida;
Sin Ti permanecemos en el calabozo de las tinieblas.
Pero Tú has venido y no nos dejaste como presa en las garras de Satanás.
¡Hosanna al Hijo de David! (Mt 21,9)
¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén! Que viene a ti tu rey (Zac 9,9)…
¡Es Él! ¡Es Él! ¡Nadie más que Él!
Él tiene las llaves; Él, el Señor…
A través de Su Corazón, llegamos al Eterno Padre (Jn 14,6).
Sólo tenemos que dejarnos amar y corresponder a Su amor…
¡Así de sencillo!
Él nos guardará para siempre en Su Corazón…
¡Venid y no tardéis más!