Corregir con mansedumbre

2Tim 2,22b-26 (Lectura correspondiente a la memoria de San Ireneo de Lyon)

Hijo mío: Corre al alcance de la justicia, de la fe, de la caridad y de la paz, en unión de los que invocan al Señor con corazón puro. Evita las discusiones necias e insustanciales; sabes muy bien que engendran altercados. Y a un siervo del Señor no le conviene altercar, sino ser amable con todos, pronto a enseñar, sufrido; que sepa corregir con mansedumbre a los adversarios, por si Dios les otorga la conversión que les haga conocer plenamente la verdad, y volver al buen sentido, librándose así de los lazos del diablo que los tiene cautivos, rendidos a su voluntad.

¡Cuán sabio el consejo de San Pablo de no dejarse involucrar en altercados innecesarios! ¡Cuánto tiempo se pierde en discusiones inútiles, que no llevan a ninguna parte sino que nos roban la paz! Hay que distinguir un debate objetivo y una discusión más bien subjetiva, en la que se expresan ante todo opiniones personales. El fin de un debate objetivo es encontrar la mejor solución o conclusión. En cambio, en las discusiones subjetivas probablemente se trata más bien de querer tener la razón.

Saber corregir con mansedumbre es verdaderamente un arte, porque fácilmente nos dejamos llevar por nuestro temperamento y nos enojamos cuando alguien nos contradice; sobre todo si sus argumentos no son correctos.

¿Cómo podremos alcanzar aquella mansedumbre de la que nos habla San Pablo?

En primer lugar, hay que aclarar que la bondad y la mansedumbre no son una cuestión del temperamento; sino que son un fruto del Espíritu Santo. Esto significa que resultan de una vida íntima con Dios, cuando permitimos que el Espíritu nos purifique de toda dureza, de la impaciencia, de la hostilidad, de la prepotencia y de querer tener siempre la razón… De este modo, se afianza en nosotros la bondad de Dios, su modo de corregir y enseñar a las personas, su forma de tratarlas y de querer llegar incluso a los más tercos. Por desgracia, en las discusiones suele faltar precisamente esa bondad que es capaz de tocar al otro incluso cuando se ha encerrado en sí mismo. Por ello, fácilmente se vuelven amargas.

Otro aspecto importante de entender de la lectura de hoy es que aquellos que se oponen a la verdad están bajo “los lazos del diablo”, cautivos por él y rendidos a su voluntad. Entonces, no se trata sólo de un error humano; sino que el demonio mismo tiene atrapada a la persona. Por ello, es tanto más importante que la corrección sea hecha con mansedumbre y no esté impregnada de amargura; no sea que nuestra ira e impaciencia impidan que la persona en cuestión acepte el camino a la conversión que Dios le ofrece.

Si tomamos en cuenta el aspecto de que la persona que yerra está siendo engañada por el diablo, entonces ya no la veremos como un adversario; sino como una víctima que debe ser liberada de los lazos demoníacos. Así, quizá seamos más sensibles en nuestro trato con ella e invocaremos la ayuda del Espíritu Santo, en lugar de apoyarnos principalmente en la fuerza de nuestra argumentación.

La bondad y la mansedumbre podrán crecer en nosotros si seguimos este consejo del Apóstol: “Hijo mío, corre al alcance de la justicia, de la fe, de la caridad y de la paz, en unión de los que invocan al Señor con corazón puro”.

Notemos que San Pablo exhorta a “correr al alcance” de estas virtudes. Esto nos indica que el camino de la santidad exige un constante esfuerzo. No significa que debamos tener una actitud tensa y forzada; sino una vigilancia espiritual para buscar al Señor. No podemos decaer en nuestros esfuerzos por hacer todo aquello que nos acerque al Señor. Los frutos del Espíritu, como la bondad y la mansedumbre, resultan de un serio camino de seguimiento de Cristo, que hemos de recorrer día tras día. Si hemos sufrido una derrota, hemos de volver a levantarnos. Debemos vencer nuestras negligencias, percibir en nosotros aquellas actitudes que son contrarias al amor para abrírselas a Dios; hemos de ofrecerle al Espíritu Santo la cerrazón que aún puede haber en nuestro corazón y suplicarle, como en la Secuencia de Pentecostés: “Infunde calor de vida en el hielo”. Nuestras faltas de caridad hacia el prójimo deben ser superadas y hemos de aspirar siempre las virtudes.

Si hacemos todo esto, el Señor tendrá compasión de nosotros y nos hará capaces de tratar a las personas en su Espíritu, de modo que sirvamos mejor en su Reino.

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