Mt 7,21.24-27
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No todo el que me diga ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica se parecerá al hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y embistieron contra aquella casa, pero no se derrumbó, porque estaba cimentada sobre roca.
Pero todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica se parecerá al hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos e irrumpieron contra aquella casa, que se derrumbó, y su ruina fue estrepitosa.”
¡Es decisivo que vivamos nuestra fe!
Si buscamos sinceramente la Voluntad del Padre y si ésta se convierte en nuestro alimento –como lo era para Jesús–, podemos vivir sobre un cimiento firme, aun en medio de todas las agitaciones de nuestra existencia terrenal: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4,34).
No podemos, entonces, quedarnos en un piadoso deseo de hacer la Voluntad de Dios a nivel general; sino que hemos de trabajar concretamente en nosotros mismos, para que, con la ayuda de Dios, podamos hacer a un lado todo lo que obstaculiza el cumplimiento de la Voluntad del Señor y recibamos aquello que nos ayude a ponerla en práctica.
A veces sucede que las personas tienen miedo de preguntarse cuál es la Voluntad de Dios en una situación concreta. Temen que lo que el Señor quiere podría ser distinto a lo que ellas mismas desean.
En efecto, es posible que sea así, porque nuestros deseos e ilusiones, así como nuestros “sueños” de felicidad, no necesariamente corresponden a la Voluntad de Dios. Entonces, paradójicamente nos sentimos como amenazados por el Señor y lo evadimos. Así, fácilmente vuelve a aparecer la antigua tentación del Paraíso, cuando el Diablo se acercó al hombre y le dio a entender que Dios lo estaría privando de algo deseable; a saber, del conocimiento del bien y del mal, y que, por tanto, no le estaría concediendo algo que sería bueno para él (cf. Gen 3,1-5).
Ésta es una tentación muy sutil, que socava la confianza en Dios como nuestro amoroso Padre. Y si esta confianza se debilita, fácilmente sucede que, en algunos campos, comenzamos a ordenar nuestra vida de acuerdo a nuestros propios deseos, porque en ellos pretendemos cumplir nuestras expectativas de felicidad y no queremos que sean puestas en duda.
Por tanto, la confianza en Dios es elemental para podernos preguntar, libres de temor, cuál es su Voluntad, particularmente en aquellas situaciones que nos resultan confusas, que requieren un sacrificio o en las que hay que tomar decisiones importantes.
Si se acrecienta la confianza en Dios y, en consecuencia, también el amor a Él, la obediencia estará cada vez menos marcada por esa difícil renuncia a los propios intereses y adquirirá cada vez más la facilidad y naturalidad que son propias del amor verdadero. Recordemos la frase de la venerable Anne de Guigné: “Nada es difícil cuando se ama a Dios.”
En muchos pasajes, la Sagrada Escritura nos estimula a confiar en Dios, al mostrarnos sus maravillosos portentos, al relatarnos las incontables veces en que rescató a su pueblo, al hacernos ver cuánto Él nos ama, para que así el hombre aprenda a entender el amor del Padre y se reestablezca en él la verdadera imagen de Dios y la relación cercana con Él.
Podemos pedir confianza en Dios, pero también hemos de poner de nuestra parte para que ésta crezca. En ese sentido, no solamente contamos con la Palabra escrita de Dios; sino que también debemos considerar e interiorizar las muchas situaciones de nuestra vida en las que el Señor nos protegió, en las que Él nos guió de acuerdo a su Voluntad, que no siempre fue como lo habíamos imaginado de antemano. También podemos meditar sobre las situaciones de sufrimiento y las cruces que hemos sobrellevado o, por mejor decir, que el Señor cargó con nosotros y por nosotros. ¡Así crecerá nuestra confianza!
Si en nosotros domina más y más esta confianza, el Espíritu Santo podrá hablarnos siempre, exhortarnos a cumplir la Voluntad de Dios y vencer con nuestra cooperación los obstáculos que aún lo impiden. En la medida en que se haga eficaz en nosotros el don de piedad –que es uno de los siete dones del Espíritu Santo–, anhelaremos conocer realmente la Voluntad de Dios y querremos ponerla en práctica.
Al cumplir día a día la Voluntad del Señor, se va acrecentando el amor y la confianza en Él, y su Voluntad se convierte en nuestro alimento. Y así como en nuestra vida terrenal nos alegramos una y otra vez cuando llega la hora de la comida, así crecerá en nuestro interior la dicha de vivir cada día en la Voluntad de Dios.
Además de la Voluntad “general” de Dios, que descubrimos en la Sagrada Escritura, en el Magisterio de la Iglesia y en buenas explicaciones de las mismas, también hemos de percibir la guía más sutil de nuestro Maestro interior, el Espíritu Santo. Es Él quien nos aconseja en las situaciones concretas, ayudándonos a reconocer cuál es la Voluntad de Dios y dándonos también la fuerza de ponerla en práctica aun en circunstancias difíciles.
Si el Señor se convierte así en nuestro cimiento, la casa estará edificada sobre roca y las tormentas no podrán derrumbarla.