Lc 10,13-16
En aquel tiempo, Jesús dijo: “¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertos de sayal y sentados sobre ceniza. Por eso, en el Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿pretendes encumbrarte hasta el cielo? ¡Pues hasta el Hades te hundirás! Quien os escuche a vosotros, a mí me escucha; quien os rechaza a vosotros, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado.”
Debemos confrontarnos al mensaje del evangelio aun cuando sus palabras puedan parecernos duras en un primer momento. Es importante contrarrestar aquella tendencia, lamentablemente bastante difundida en la actualidad, que relativiza los pasajes fuertes del evangelio y los suaviza y acomoda hasta que se adapten a la mentalidad y a los gustos de este tiempo. En este contexto, se corre el peligro de aplicar erradamente el concepto de misericordia y desarrollar así una equivocada concepción pastoral.
Si bien es cierto que la misericordia de Dios salva al mundo, sería erróneo dejar a un lado su justicia.
El pasaje de hoy nos recuerda claramente la responsabilidad a la que nos llama la aceptación del Evangelio. Las ciudades que han sido visitadas por el Señor, ya no son las mismas después de su venida. Tienen otro nivel de responsabilidad, puesto que les ha sido anunciado el evangelio y han visto con sus propios ojos los signos y milagros que lo acreditan.
¡Por supuesto que la fe cristiana no debe imponerse con violencia física o psicológica! Pero, eso sí, es necesario presentarles a las personas el mensaje del Evangelio con todas sus consecuencias.
Es correcto poner el mensaje salvífico de la misericordia en el primer plano del anuncio y dar a conocer a los hombres el amor paternal de Dios, que se nos revela en su Hijo. Sin embargo, no se puede omitir las consecuencias que trae consigo la no aceptación del Evangelio, ni lo que significa tanto para el tiempo como para la eternidad la obstinación en un estado de pecado.
San Francisco de Asís, cuya memoria celebramos hoy, estaba consciente de esta realidad.
En su famoso “cántico de las criaturas”, resuenan las siguientes palabras: “Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar. ¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal! Bienaventurados a los que encontrará en tu santísima Voluntad, porque la muerte segunda no les hará mal.”
Hasta el día de hoy, la radicalidad de San Francisco y su seguimiento del Crucificado siguen teniendo efecto en la Iglesia y en el mundo. Lamentablemente, a menudo se malinterpreta su persona y su espiritualidad, y también se lo envuelve en un falso romanticismo. Su cántico de las criaturas, por ejemplo, es una expresión de su profundo amor a Dios, que se extiende a toda la Creación; y no es, de ninguna manera, el eco de una mentalidad panteísta.
San Francisco fue un hombre marcado por el Señor, lo que se manifestó también de forma visible en los estigmas que recibió. Francisco quedó sobrecogido por el amor de Cristo, y dio una respuesta extraordinariamente radical. Ya no quería que nada le perteneciera; todo quería entregárselo a Cristo, viviendo en suma pobreza. Esta pobreza significa querer depender totalmente del Señor, recibirlo todo de sus manos, ya no vivir de las propias fuerzas y proyectos. En el espíritu de pobreza, Francisco se dirigió a los pobres, en quienes quería servir a Cristo mismo.
No podríamos entender a San Francisco sin tener presente su inmenso amor a Dios. Ardía en él con tanta intensidad que todo lo que le daba a Dios seguía pareciéndole poco. Todos sus despojos habían de servir para que la presencia y la bondad de Dios se manifestasen tanto más en su vida; para que al Señor le sea dada toda la gloria y él mismo retroceda.
Fueron precisamente los seguidores de San Francisco quienes anunciaron con convicción el evangelio a lo largo de muchos siglos, para conducir a los hombres a la salvación en Cristo. ¡Que nunca decaigan en ésta su misión, que nunca la relativicen, que no caigan en los peligros de un diálogo que ya no tenga como meta guiar a las personas a la verdadera fe! ¡Que nunca cesen de hacerles ver a las personas también la justicia de Dios, sin la cual la misericordia pierde su sentido! ¡Que tampoco caigan en el peligro de enfocarse en asuntos ecológicos y políticos, ni apoyen concepciones romanticistas y neopaganas, que también en la misma Iglesia están forjándose! San Francisco de Asís ardía por Dios y por el Evangelio… ¡Que sus discípulos continúen este legado con la gracia de Dios!