Pr 2,1-9 (Lectura correspondiente a la memoria de San Benito Abad)
Hijo mío, si aceptas mis palabras y retienes mis mandatos, prestando atención a la sabiduría y abriendo tu mente a la prudencia; si invocas a la inteligencia y llamas a la prudencia; si la buscas como al dinero y la rastreas como a un tesoro, entonces comprenderás el temor de Yahvé y encontrarás el conocimiento de Dios. Porque es Yahvé quien da la sabiduría y de su boca brotan el saber y la prudencia.
Él concede el éxito a los hombres rectos, es escudo para quienes proceden sin tacha, vigila las sendas del derecho y guarda el camino de sus fieles. Entonces comprenderás la justicia, el derecho y la rectitud, y todos los caminos del bien.
Hoy, en la fiesta de San Benito, se nos recuerda algo importantísimo, que amenaza con perderse cada vez más en nuestro tiempo, siendo reemplazado con cosas incomparablemente menores. Se trata de la sabiduría, que suele describirse como un ‘delicioso conocimiento’.
La sabiduría es uno de los dones del Espíritu Santo, que no debe confundirse con el conocimiento que adquirimos gracias a los esfuerzos de nuestro entendimiento, que es una luz que no sobrepasa el plano de lo natural. La sabiduría, en cambio, es el influjo de la luz sobrenatural de Dios en nuestra mente y en nuestro corazón. Así, este ‘delicioso conocimiento’ nos revela a Dios mismo desde dentro, y no se trata tanto del conocimiento de sus obras.
La lectura de hoy señala que podemos alcanzar sabiduría al aceptar en nuestro corazón la Palabra de Dios y al profundizarla en nuestro interior, pues es ella la “lámpara para nuestros pasos” (cf. Sal 119,105). Puesto que esta Palabra procede de Dios mismo (aunque la recibimos por mediación de personas), nos ilumina y nos transmite la sabiduría divina. Si la dejamos entrar en nosotros, la Palabra nos forma y aprendemos a regirnos por Ella.
Podemos comprenderlo de la siguiente forma: la luz sobrenatural del Señor está presente en la Palabra que recibimos. Ésta penetra en nuestro interior, en la medida en que la dejamos entrar, y empieza a esparcir su luz. Nuestro modo de pensar y nuestro corazón quedan tocados y transformados por esta luz. Si asimilamos profundamente la Palabra de Dios, permanecerá en nosotros como un tesoro y nos iluminará sin cesar. El Espíritu de Dios nos recordará esta Palabra en cada situación concreta que requiere ser iluminada por Ella.
Pongamos un ejemplo con esta cita de la Carta de Santiago: “Tenedlo presente, hermanos míos queridos: que cada uno sea diligente para escuchar y tardo para hablar y para la ira” (St 1,19). Si asimilamos profundamente esta palabra de la Escritura, nuestra conducta irá cambiando de acuerdo a las instrucciones que nos da. Cuando estemos en peligro de hablar precipitada e imprudentemente, interrumpiendo a los demás y siendo impacientes en la escucha, esta palabra nos recordará cuál es la actitud correcta. Pero la palabra no solamente nos instruye y nos corrige para adquirir la conducta recta, sino que además nos proporciona la fuerza para cambiar de actitud. Por supuesto que también se requiere que, por nuestra parte, estemos convencidos de que la Palabra de Dios nos señala el camino correcto, y que estemos dispuestos a dejarnos corregir y formar por Ella.
Podríamos encontrar innumerables ejemplos como el anterior, en los que se experimenta la iluminación que proviene de la Palabra de Dios. Cuanto más la escuchemos y obedezcamos, tanto más crecerá nuestra sabiduría.
San Benito, que es considerado como el Padre del monacato occidental, nos dejó como legado la famosa regla benedictina, que había de servir a sus monjes como guía para vivir de acuerdo a la sabiduría divina. Esta regla empieza con las palabras: “Escucha, hijo mío”, recordando que la escucha es la condición básica para alcanzar la sabiduría. La actitud de escucha no ha de ser sólo ocasional; sino que debe impregnar nuestra entera vida. Recordemos que, en la relación con Dios, somos nosotros los receptores; y si nuestra atención está centrada en Él y nos esforzamos por profundizar lo que de Él recibimos, entonces produciremos los frutos que Dios ha dispuesto para nuestra vida.