En el calendario tradicional, se celebra hoy la memoria de San Gregorio Taumaturgo. Se trata de un santo a quien el Señor acreditó con extraordinarios milagros. En la meditación de hoy, describiré algunos de ellos. Sabemos que el ministerio de Nuestro Señor y de los apóstoles también estuvo acompañado de grandes milagros, que manifiestan la amorosa omnipotencia de Dios.
Aunque los milagros no deben ocupar la posición central en nuestra fe, ni debemos caer en una especie de sensacionalismo buscando fenómenos extraordinarios, de ningún modo podemos pasarlos por alto ni mucho menos negarlos. Los milagros siguen ocurriendo hoy en día, como es el caso de Lourdes (Francia), donde incluso se los somete a una investigación científica.
Podemos maravillarnos de los muchos milagros que San Gregorio obró en nombre de Dios, que acreditaron su mensaje y llevaron a muchas personas a la fe. En efecto, este último es el gran milagro que puede suceder en la vida de una persona: despertar a la verdadera fe y comenzar a vivir como hijo de Dios.
Gregorio nació en el seno de una familia pagana a principios del siglo III. A los catorce años se convirtió al cristianismo. Junto con su hermano Atenodoro, estudió retórica, latín y derecho. Después se trasladaron a Cesarea, donde estudiaron ciencias naturales, filosofía y exégesis bíblica con el renombrado Orígenes. Gregorio se ganó la amistad de su maestro, y aprendió de él la práctica de la virtud y la oración. El encuentro con Orígenes resultó crucial para Gregorio, ya que, al estudiar los libros paganos, había constatado que éstos no podían señalarle el camino de la verdad.
A su regreso a su patria, ambos hermanos fueron ordenados obispos. Gregorio, que habría preferido rechazar el nombramiento, fue destinado a su ciudad natal, Neocesarea, que era mayoritariamente pagana. Cuando fue consagrado obispo, apenas había diecisiete cristianos en aquella ciudad. Todos los demás vivían de acuerdo con las doctrinas paganas y adoraban a los ídolos. El santo se retiró a la soledad para orar y pedirle a Dios que le mostrara cómo debía instruir a sus fieles y cómo aumentar su número.
Entonces se le apareció la Virgen María con el Apóstol San Juan, y ella delegó a este último que instruyera a Gregorio. Gregorio no podría haber tenido mejor maestro. Así, reconfortado y animado, se puso manos a la obra. Desde el principio, grandes milagros acompañaban su ministerio. Uno de los primeros se relata así:
Antes de llegar [de la soledad] a la ciudad, tuvo que pasar la noche con su compañero de viaje en un templo pagano, que era el más famoso de todos. Satanás solía hablar a través de los ídolos y dar diversas respuestas. Gregorio pasó la noche en oración y luego bendijo todo el edificio con la señal de la cruz, expulsando así a Satanás de su morada. Al día siguiente, cuando el sumo sacerdote pagano llegó con su sacrificio, escuchó fuera del templo un espantoso aullido de demonios que se lamentaban por haber sido expulsados por Gregorio y por no poder regresar a su morada. El sacerdote idólatra buscó al obispo, se quejó por lo que había hecho y lo amenazó. Gregorio aprovechó la ocasión para enseñarle cuán poderoso era el Dios cristiano, en cuyo nombre había expulsado a Satanás y a todo su séquito, y que también podía obligarlos a regresar. El sacerdote quiso una prueba de esto último. Entonces, Gregorio tomó un trozo de papel, escribió «¡Entra!» y le dijo que lo colocara sobre el altar; así, los demonios se verían obligados, en el Nombre de Jesús, a volver al templo. Así lo hizo el sacerdote y, efectivamente, sucedió tal como el santo obispo había predicho. Este milagro convenció al pagano, que se convirtió junto con su mujer e hijos, y recibieron el santo bautismo.
Esta fue la primera de muchas conversiones que se producían casi a diario. Lo mismo sucedió con los milagros.
Dos hermanos reñían por una laguna llena de peces. Ambos querían quedarse con ella y terminaron tan enfurecidos el uno con el otro que querían asesinarse. En varias ocasiones, Gregorio había conseguido calmarles. Sin embargo, cuando vio que la ira mutua volvía a encenderse, rezó a Dios y, esa misma noche, la laguna se secó por completo, de modo que no quedó ni un pez ni una gota de agua. Así se puso fin a toda la discordia.
Más vale no burlarse de un santo por el don de hacer milagros, ya que podría suceder lo que se narra en la siguiente historia:
Para mofarse del santo por sus milagros, un hombre se tendió en el camino haciéndose pasar por muerto. Cuando Gregorio pasó por allí, su amigo se puso a llorar fingidamente y le pidió una limosna para su entierro. Gregorio dio su manto al impostor para cubrir al supuesto muerto, que ahora estaba realmente muerto.
Uno de sus milagros más impactantes tuvo lugar durante la edificación de una iglesia. Como el número de cristianos aumentaba enormemente, el obispo Gregorio decidió construir una iglesia apropiada. El lugar estaba decidido, pero una gran montaña en medio del terreno impedía que la iglesia tuviera el tamaño que él deseaba. ¿Qué sucedió entonces? El santo recurrió a la oración y, en presencia del pueblo pagano y cristiano, se produjo el inaudito milagro de que la montaña se desplazara tanto como era necesario para que la iglesia alcanzara el tamaño deseado.
Podrían contarse muchos otros milagros. Todos estos prodigios contribuyeron a la conversión de los paganos. Con el apoyo de tales signos, las predicaciones de Gregorio fueron tan eficaces que, cuando estalló la persecución cristiana bajo el emperador Decio en el año 250, casi todos los habitantes de aquella región adoraban a Jesucristo.
Nuestro Señor dijo que la fe podía mover montañas y así sucedió literalmente con san Gregorio Taumaturgo. Esta es la enseñanza que debemos extraer de este relato: ¡pidamos al Señor una fe capaz de mover montañas!
Se ha hecho célebre en la historia de la Iglesia la frase que dijo este gran santo poco antes de morir. Preguntó: «¿Cuántos infieles quedan aún en la ciudad sin convertirse al cristianismo?». Le respondieron: «Quedan diecisiete», y él exclamó gozoso: «Gracias, Señor: ese era el número de cristianos que había en esta ciudad cuando yo llegué a misionar aquí. En aquel entonces no había sino 17 cristianos, y ahora no hay sino 17 paganos. ¡Que Dios los preserve en la verdadera fe y conceda a todos los incrédulos del mundo entero la luz de la verdadera fe!».
¡Amén!
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Meditación sobre la lectura del día: https://es.elijamission.net/guardar-fidelidad-3/

