Al día siguiente [Pablo] marchó con Bernabé a Derbe. Después de predicar el Evangelio en aquella ciudad y hacer numerosos discípulos, se volvieron a Listra, Iconio y Antioquía, confortando los ánimos de los discípulos y exhortándoles a perseverar en la fe, diciéndoles que es preciso que entremos en el Reino de Dios a través de muchas tribulaciones. Tras designar presbíteros en cada iglesia, haciendo oración y ayunando, les encomendaron al Señor, en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia; y después de predicar la palabra en Perge bajaron hasta Atalía. Desde allí navegaron hasta Antioquía, de donde habían salido encomendados a la gracia de Dios para la obra que habían realizado. Al llegar, reunieron a la iglesia y contaron todo lo que el Señor había hecho por mediación de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe. Se quedaron bastante tiempo con los discípulos.
Dondequiera que iban los apóstoles, muchas personas abrazaban la fe y la Iglesia naciente crecía en la gracia del Señor. Bernabé y Pablo no sólo recorrían lugares nuevos, sino que también regresaban a aquellas ciudades donde ya habían predicado, con el fin de fortalecer en la fe a los neoconversos. Los apóstoles no omitían decir a los creyentes que encontrarían adversidades en el camino de seguimiento de Cristo: “Es preciso que entremos en el Reino de Dios a través de muchas tribulaciones.”
A nosotros, que servimos al Señor hoy, estas palabras nos recuerdan que estamos inmersos en un combate. Pablo y Bernabé lo experimentaron en carne propia durante su viaje misionero. Pero hasta el día de hoy, quienes quieren servir realmente al Evangelio tienen que estar dispuestos a aceptar sufrimientos y contrariedades por causa de la verdad. Eso no significa que debamos buscar cruces (aunque puede haber ciertas almas con un llamado especial a ello), pero tampoco podemos esquivarlas si el Señor nos las pone en el camino.
En el pasaje de hoy, destaca el hecho de que los apóstoles designaban a los presbíteros mediante oración y ayuno. Por desgracia, esta última práctica ha desaparecido en gran medida de la vida de nuestra Iglesia católica. Durante muchos siglos se practicó el ayuno corporal como ejercicio ascético, y solo en las últimas décadas se ha ido perdiendo. Jesús mismo señala que cierto tipo de demonios solo pueden ser expulsados mediante ayuno y oración (Mc 9,29). El ayuno, cuando se practica con la actitud correcta, es un medio para fortalecernos espiritualmente, implorar la gracia del Señor y ofrecerle un sacrificio.
Cuando los apóstoles regresaron a Antioquía y contaron a la iglesia cuán fructífero había sido su viaje misionero, todos se alegraron de que el Señor «había abierto a los gentiles la puerta de la fe». Sin embargo, surgió una importante controversia en la Iglesia primitiva. Escuchemos el relato de los Hechos de los Apóstoles:
“Algunos que bajaron de Judea enseñaban a los hermanos: ‘Si no os circuncidáis según la costumbre mosaica no podéis salvaros’. Se produjo entonces una conmoción y controversia no pequeña de Pablo y Bernabé contra ellos. Decidieron que Pablo y Bernabé, con algunos otros, acudieran a los apóstoles y presbíteros de Jerusalén, para tratar esta cuestión. Así pues, ellos, enviados por la Iglesia, atravesaron Fenicia y Samaría, narrando detalladamente la conversión de los gentiles y causando gran alegría a todos los hermanos. Cuando llegaron a Jerusalén fueron recibidos por la Iglesia, por los apóstoles y los presbíteros, y contaron lo que Dios había realizado por mediación de ellos. Pero se levantaron algunos de la secta de los fariseos que habían creído y dijeron: ‘Es necesario circuncidarles y ordenar que cumplan la Ley de Moisés’” (Hch 15,1-5).
Esta cuestión sería decisiva para toda la misión posterior. En definitiva, se trataba de la pregunta de si el Señor había concedido a los gentiles un «acceso directo» a la salvación o si primero tenían que circuncidarse conforme a la ley de Moisés, como exigían los representantes de los fariseos que habían creído en Cristo. Tras una acalorada discusión, Pedro tomó la palabra y dijo:
“Hermanos, vosotros sabéis que desde los primeros días Dios me eligió entre vosotros para que por mi boca oyesen los gentiles la palabra del Evangelio y creyeran. Y Dios, que conoce los corazones, dio testimonio a favor de ellos, dándoles el Espíritu Santo igual que a nosotros; y no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, purificando sus corazones con la fe. ¿Por qué tentáis ahora a Dios imponiendo sobre los hombros de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos llevar? Nosotros, por el contrario, creemos que somos salvados por la gracia del Señor Jesús, de la misma manera que ellos” (Hch 15,7-11).
Como vemos, las palabras de Pedro tenían peso. A esto se sumaba el relato de Pablo y Bernabé sobre la obra que Dios había iniciado entre los gentiles, de modo que la cuestión estaba decidida. Fue Santiago quien pronunció la decisión final, tras constatar que las palabras de Pedro estaban en consonancia con los profetas:
“Estimo que no se debe inquietar más a los gentiles que se convierten a Dios, sino que se les escriba para que se abstengan de lo contaminado por los ídolos, de la fornicación, de los animales estrangulados y de la sangre” (Hch 15,19-20).
Gracias a esta iluminada resolución, la misión entre los gentiles no se vio dificultada y pudo continuar su curso.
Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/la-eficacia-del-espiritu-santo/