Marchó Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y dijo: “Saulo, hermano, me ha enviado el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, para que recobres la vista y te llenes del Espíritu Santo.” Al instante cayeron de sus ojos una especie de escamas y recobró la vista; se levantó y fue bautizado, y tomando algo de comer recuperó las fuerzas. Estuvo algunos días con los discípulos que había en Damasco, y enseguida empezó a predicar a Jesús en las sinagogas: “Éste es el Hijo de Dios.” Todos los que le oían se asombraban y decían: “¿Pero no es éste el que atacaba en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y que vino aquí para llevarlos detenidos ante los príncipes de los sacerdotes?” Saulo cobraba cada vez más fuerza y desconcertaba a los judíos que habitaban en Damasco, demostrando que Jesús es el Cristo.
Muchos días después, los judíos tomaron la decisión de matarlo; pero Saulo se enteró de sus insidias. Y aunque vigilaban día y noche las puertas de la ciudad para acabar con él, sus discípulos lo tomaron una noche y lo descolgaron por la muralla en una espuerta.
Superado su temor por las palabras de Jesús, el discípulo Ananías salió en busca de quien fuera el encarnizado perseguidor de los cristianos, Saulo. El Señor le había dicho: «Vete, porque éste es mi instrumento elegido». Al entrar en la casa donde se encontraba, le dijo: «Saulo, hermano, me ha enviado el Señor Jesús». Entonces le impuso las manos y al instante Saulo recobró la vista. El enemigo de los cristianos se había convertido en un hermano por obra del Señor. Saulo quedó lleno del Espíritu Santo por la oración de Ananías y fue bautizado. A partir de ese momento, se convirtió en miembro de la Iglesia naciente y comenzaron a cumplirse todas las palabras que el Señor había dicho sobre él.
Vemos que Pablo empieza a anunciar al Señor inmediatamente después de su conversión. Comienza predicando en las sinagogas de Damasco. La gente apenas podía creerlo. Todos le conocían como el perseguidor de los cristianos y no podían explicarse cómo ese mismo hombre, que los había encarcelado fanáticamente o llevado a la muerte, se presentaba ahora ante ellos anunciando a Jesús y demostrándoles que era el Hijo de Dios. ¡Qué cambio!
Los judíos de Damasco se enfrentan al gran misterio de que Dios puede dar un giro a la vida de una persona, apartándola del camino equivocado y guiándola hacia la senda recta. Visto desde fuera, esto puede suceder a veces rápidamente, de modo que la persona en cuestión cambia de dirección en un breve lapso de tiempo. Pero solo el Señor sabe lo que precede a ese giro radical.
Sin duda, el neoconverso aún tendrá que recorrer un proceso hasta que la fe que acaba de abrazar se arraigue e impregne todo su ser. Pero lo decisivo ya había sucedido: por gracia de Dios, Pablo reconoció a Jesús como el Hijo de Dios y comenzó a confesarlo públicamente. No pocas veces, nos encontramos con este celo en las personas que han recibido la gracia de una verdadera conversión. Quieren confesar su fe y, sobre todo, desean que otras personas experimenten la dicha de una verdadera conversión y del encuentro con el Señor. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¿Cómo podría uno negarse a mostrar la fuente que acaba de hallar a quienes aún no la conocen, esa fuente de la que mana el agua de vida eterna?
En el capítulo 22 del Libro del Apocalipsis, el vidente Juan escribe:
“Luego me mostró el río de agua de Vida, brillante como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza, a una y otra margen del río, hay árboles de Vida, que dan fruto doce veces, una vez cada mes; y sus hojas sirven de medicina para los gentiles” (Ap 22,1-2).
Quien haya reconocido y experimentado esta agua vivificante, querrá compartir con otras personas este nuevo amor, que es más grande que cualquier cosa que hayan experimentado previamente. Así, se ponen al servicio del Señor. Eso es lo que sucedió con Pablo. Evidentemente, su predicación era potente y desconcertaba a los judíos. El Espíritu Santo lo había llenado. Además, Pablo era un gran conocedor de las Escrituras y estaba familiarizado con todo lo que los judíos creían. Después de todo, había sido discípulo de Gamaliel, como él mismo atestigua (cf. Hch 22, 3). Así, pudo demostrar que Jesús era el Mesías esperado por los judíos, y ciertamente resultaba difícil refutarle. Durante un tiempo, Pablo pudo predicar libremente en Damasco.
Pero no tardó mucho hasta que recayera sobre él la hostilidad que él mismo había sentido hacia Jesús y la nueva fe. Tampoco el testimonio de alguien como Pablo, cuya transformación era evidente para todos, logró disipar la enemistad ni hizo cambiar de opinión a los adversarios del cristianismo. Evidentemente, sus corazones se habían endurecido y, cuando esto ocurre, resulta difícil para el Señor tocarlos.
Ahora, Pablo experimentaba en carne propia la persecución de los judíos, que querían matarlo y vigilaban todas las puertas de la ciudad para acabar con él. Puesto que Saulo se enteró de su plan, pudo escapar con la ayuda de los discípulos, que lo descolgaron por la muralla en una espuerta. Todavía no había llegado su hora. El Señor lo enviará a anunciar el Evangelio por doquier y, solo tras haber cumplido su misión, lo llamará a su patria eterna.
Meditación sobre la lectura del día: https://es.elijamission.net/permanecer-en-la-alegria/
Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/amar-el-amor-de-dios-4/