HECHOS DE LOS APÓSTOLES (Hch 5,12-21a): “Milagros y prodigios por mano de los apóstoles”      

Por mano de los apóstoles se obraban muchos milagros y prodigios entre el pueblo. Se reunían todos con un mismo espíritu en el pórtico de Salomón; pero ninguno de los demás se atrevía a unirse a ellos, aunque el pueblo los alababa. Se adherían cada vez más creyentes en el Señor, multitud de hombres y de mujeres, hasta el punto de que sacaban los enfermos a las plazas y los ponían en lechos y camillas para que, al pasar Pedro, al menos su sombra alcanzase a alguno de ellos. Acudía también mucha gente de las ciudades vecinas a Jerusalén, traían enfermos y poseídos por espíritus impuros, y todos ellos eran curados. El sumo sacerdote y todos los que le acompañaban, que eran de la secta de los saduceos, se levantaron llenos de envidia. 

Prendieron a los apóstoles y los metieron en la prisión pública. Pero un ángel del Señor abrió de noche las puertas de la cárcel, los sacó y les dijo: “Salid, presentaos en el Templo y predicad al pueblo toda la doctrina que concierne a esta Vida”. Después de haberlo escuchado, entraron de madrugada en el Templo y comenzaron a enseñar. 

Una gran gracia acompañaba a los apóstoles y por su mano se realizaban milagros y prodigios en favor de los hombres, signos que autentificaban su mensaje. El pueblo los recibía con alegría y gratitud, y el número de creyentes aumentaba cada vez más. Sin embargo, la situación era muy tensa, pues los judíos temían la reacción de sus autoridades religiosas. El texto incluso señala que «ninguno de los demás se atrevía a unirse a ellos». Esto muestra que, desde el inicio, desde la venida del Señor, el anuncio del Evangelio ha sufrido las peores persecuciones. En la Antigua Alianza, recaía sobre los verdaderos profetas, que daban testimonio de Dios, el odio de aquellos que tienen por padre al diablo, como testificó Jesús contra sus perseguidores (Jn 8, 44).

Sin embargo, el Señor llevaba adelante su obra a través de los apóstoles. Mucha gente acudía de todas partes con gran fe, trayendo a los enfermos y poseídos por espíritus malignos. Incluso buscaban que tan solo la sombra de Pedro cayera sobre los enfermos, y la Escritura atestigua que “todos ellos eran curados”. ¡Qué alegría y gratitud debió despertar esto entre el pueblo! Esta obra de Dios podría haberse convertido en una gran fiesta de alabanza para todo Israel y suscitar muchas conversiones, incluidas las de los líderes religiosos, si no hubiera sido porque el Sumo Sacerdote y sus acompañantes “se levantaron llenos de envidia” contra los apóstoles.

Una envidia malvada se había apoderado de ellos y los había cegado profundamente. Por tanto, no podían ni querían reconocer la obra de Dios a través de los apóstoles. Una envidia de este tipo desfigura la vista y es incapaz de dejar algo bueno en la otra persona. Es como si la envidia corroyera por dentro a su víctima. Las autoridades religiosas veían cómo la gente seguía a los apóstoles, y temían que los milagros y prodigios que sucedían por su mano disminuirían su propia influencia sobre el pueblo, poniendo en peligro su posición privilegiada.

Por tanto, no les quedaba otro remedio –o, al menos, eso pensaban– que volver a arrestar a los apóstoles, aunque éstos ya les habían dado a entender que no acatarían sus órdenes de dejar de anunciar el Nombre de Jesús. Recordemos la afirmación decisiva de Pedro exhortando a las autoridades religiosas a que juzgaran ellos mismos “si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios” (Hch 4,19).

Esta sentencia de los apóstoles fue claramente confirmada desde lo alto con la ayuda celestial que Dios les envió: un ángel los sacó de la cárcel y les dio un encargo inequívoco: “Salid, presentaos en el Templo y predicad al pueblo toda la doctrina que concierne a esta Vida”.

Vemos aquí que, si la autoridad religiosa se interpone y pretende impedir el mandato del Señor a sus apóstoles, como sucedió en este caso, entonces la Iglesia Celestial interviene claramente para garantizar que se cumpla el designio de Dios. Este es un signo muy importante que enfatiza la autoridad absoluta de Dios. Solo aquellos que se esfuerzan por hacer su Voluntad, y no los que se oponen a Él, pueden apelar a la autoridad en el cargo que tienen.

Imaginemos el ambiente de miedo y represión que reinaba en Jerusalén, a pesar de los gloriosos signos del amor de Dios que se manifestaban a la vista de todos.

Los apóstoles, en cambio, se encontraban directamente bajo la autoridad de Dios. Obedecieron al ángel que los había liberado: “Después de haberlo escuchado, entraron de madrugada en el Templo y comenzaron a enseñar.”

Su obediencia era a Dios y al mandato que habían recibido del Resucitado. Por tanto, también era rendida a sus mensajeros angélicos.

Resulta doloroso constatar que aquellos que estaban llamados a instruir y guiar al pueblo, terminaran desenmascarándose como enemigos de Dios y de la verdad. Jesús mismo y sus discípulos tuvieron que experimentar su hostilidad, y así seguirá siendo hasta el final de los tiempos. Por eso, la afirmación de los apóstoles, que escucharemos nuevamente en el próximo pasaje, de que hay que obedecer a Dios más que a los hombres sigue siendo importante en nuestros tiempos. ¡Nunca puede modificarse esta jerarquía! Nuestra obediencia debe ser siempre a Dios en primer lugar. De buena gana se la rendimos también a aquellos que están autorizados a hablar en su Nombre. Pero si no lo hacen, el ejemplo de los apóstoles nos muestra cómo el Señor mismo va marcando el camino. 

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Meditación sobre la lectura del día: https://es.elijamission.net/11246-2/

Meditación sobre el evangelio del día: https://es.elijamission.net/el-padre-atrae-a-los-hombres-4/

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