Cuando llegaron subieron al Cenáculo donde vivían Pedro, Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago de Alfeo y Simón el Zelotes, y Judas el de Santiago. Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús, y sus hermanos. En aquellos días Pedro, puesto de pie en medio de los hermanos -se habían reunido allí unas ciento veinte personas-, dijo: “Hermanos, era preciso que se cumpliera la Escritura que el Espíritu Santo predijo por boca de David acerca de Judas, que fue guía de los que prendieron a Jesús, pues se contaba entre nosotros y se le había hecho partícipe de este ministerio. Adquirió un campo con el precio de su pecado, cayó de cabeza, reventó por la mitad y se desparramaron todas sus entrañas. Y el hecho fue conocido por todos los habitantes de Jerusalén, de modo que aquel campo se llamó en su lengua ‘Hacéldama’, es decir, ‘Campo de sangre’.
Pues está escrito en el libro de los Salmos: ‘Que su morada quede desierta y no haya quien habite en ella’. Y ‘que su cargo lo ocupe otro’. Es necesario, por tanto, que de los hombres que nos han acompañado todo el tiempo que el Señor Jesús vivió con nosotros, empezando desde el bautismo de Juan hasta el día en que fue elevado de entre nosotros, uno de ellos sea constituido con nosotros testigo de su resurrección”. Presentaron a dos: a José, llamado Barsabás, por sobrenombre Justo, y a Matías. Y oraron así: “Tú, Señor, que conoces el corazón de todos, muestra a cuál de estos dos has elegido para ocupar el puesto en este ministerio y apostolado, del que desertó Judas para ir a su destino”. Echaron suertes y la suerte recayó sobre Matías, que fue agregado a los once apóstoles.
Antes de que el Espíritu Santo descendiera sobre los discípulos, estaban reunidos en oración con algunas mujeres, entre las cuales se menciona expresamente a la Madre del Señor. Así, nos dan un ejemplo de lo que se debe hacer cuando se avecinan acontecimientos importantes. El Señor quiere vernos reunidos en oración, ya que ésta nos prepara para su venida y nos hace más receptivos a sus instrucciones. No en vano, las grandes fiestas litúrgicas de la Iglesia, en las que se conmemoran los acontecimientos cruciales en la historia de la salvación, se preparan mediante la oración. En tiempos pasados, también era habitual el ayuno en estos periodos de preparación, una costumbre que sigue practicándose hasta el día de hoy sobre todo en el cristianismo oriental. También podemos aplicar la mención de la Virgen María a nuestros tiempos: nos reunimos en oración junto a Ella. Ella dará alas a nuestra oración y la hará fructífera.
Sin embargo, antes de que el Espíritu Santo descendiera sobre los apóstoles, aún tenían algo importante que resolver. Fue Pedro, su portavoz, quien lo señaló, tras haber sido fortalecido en su posición de liderazgo por el encargo del mismo Señor: debía decidirse la sucesión de Judas, que había traicionado a Jesús. El número de los apóstoles debía volver a completarse. «Que su cargo lo ocupe otro», como atestiguan las Escrituras.
¿A quién han de elegir los discípulos? Hay una condición para el nuevo apóstol: “Es necesario que de los hombres que nos han acompañado todo el tiempo que el Señor Jesús vivió con nosotros, empezando desde el bautismo de Juan hasta el día en que fue elevado de entre nosotros, uno de ellos sea constituido con nosotros testigo de su resurrección”.
Los discípulos presentaron dos candidatos que cumplían estas condiciones. Pero querían asegurarse de que fuera el Señor quien eligiera al duodécimo apóstol. Así que decidieron echar suertes, tras haber pedido con insistencia al Señor que les mostrara de esta manera a quién había elegido. Conocemos el resultado: la suerte recayó sobre Matías, que pasó a completar el número de los doce apóstoles.
Tras realizar este acto, estaban preparados y ya no tardaría en descender sobre ellos el Paráclito tan anhelado. Entre la Ascensión y Pentecostés, la Iglesia realiza una novena para recordar y actualizar anualmente los nueve días de preparación que vivieron los discípulos en el Cenáculo.
Solo cuando el Espíritu Santo haya descendido, los apóstoles quedarán revestidos de toda la autoridad necesaria para cumplir la misión que su Señor les encomendó. Lo mismo sucede con nosotros hoy en día. Solo entonces, cuando estemos llenos del Espíritu Santo, nuestro testimonio adquirirá la fuerza y el sabor espiritual necesarios para llegar a los corazones de los hombres. Solo entonces la Palabra de Dios podrá dividir los espíritus y conceder a los hombres el consuelo y la orientación que necesitan para encontrarse verdaderamente con el Señor. Sin el Espíritu Santo, no pasa de ser una obra humana.
Por ello, ven Espíritu Divino, manda tu luz desde el cielo.
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