EVANGELIO DE SAN JUAN (Jn 18,12-24): “La actitud correcta hacia las autoridades religiosas”      

Entonces la cohorte, el tribuno y los servidores de los judíos prendieron a Jesús y le ataron. Y le condujeron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, el sumo sacerdote aquel año. Caifás era el que había aconsejado a los judíos: ‘Conviene que un hombre muera por el pueblo’. Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este otro discípulo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el atrio del sumo sacerdote. Pedro, sin embargo, estaba fuera, en la puerta. Salió entonces el otro discípulo que era conocido del sumo sacerdote, habló con la portera e introdujo a Pedro. La muchacha portera le dijo a Pedro: “¿No eres también tú de los discípulos de este hombre?” “No lo soy” -respondió él. Estaban allí los criados y los servidores, que habían hecho fuego, porque hacía frío, y se calentaban. Pedro también estaba con ellos calentándose. 

El sumo sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y sobre su doctrina. Jesús le respondió: “Yo he hablado claramente al mundo, he enseñado siempre en la sinagoga y en el Templo, donde todos los judíos se reúnen, y no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los que me oyeron de qué les he hablado: ellos saben lo que he dicho”. Al decir esto, uno de los servidores que estaba allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo: “¿Así es como respondes al sumo sacerdote?” Jesús le contestó: “Si he hablado mal, declara ese mal; pero si tengo razón, ¿por qué me pegas?” Entonces Anás le envió atado a Caifás, el sumo sacerdote.

Tal y como había predicho el Señor, en la hora del peligro Pedro no fue capaz de aferrarse al testimonio a favor de Jesús. Incluso antes, en el Huerto de Getsemaní, cuando su Señor le pidió que le acompañara en su sufrimiento y velara con Él, el discípulo no fue lo suficientemente fuerte y se durmió (Mt 26, 36-46). Ahora, al verse en el peligro de ser apresado también él, Pedro niega su pertenencia a Jesús. El Señor había predicho que lo negaría tres veces. En el pasaje de hoy, lo hace por primera vez. Evidentemente, Pedro no se da cuenta de que ya está empezando a cumplirse la palabra de Jesús.

Entretanto, Jesús fue llevado ante el sumo sacerdote Anás, quien lo interrogó sobre su doctrina. Pero el Señor no le dio respuesta, alegando que había hablado abiertamente para que todos oyeran su enseñanza. Además, Anás no estaba realmente interesado en su doctrina. Jesús conocía demasiado bien las trampas que le tendían las obstinadas autoridades religiosas, así que no tenía sentido responderles. Por eso le dijo al sumo sacerdote que preguntara a las personas que lo habían escuchado.

Vemos que Jesús no mostró ningún tipo de servilismo hacia las autoridades religiosas de su tiempo, que se creían con derecho a juzgarle. Antes bien, incluso les había reprendido en varias ocasiones. Si bien es cierto que a veces el Señor evadía confrontaciones innecesarias —también para poder llevar a cabo su misión—, nunca ocultó la verdad por respetos humanos.

Posteriormente, tras la Resurrección y el descenso del Espíritu Santo, los discípulos —y, en particular, Pedro, que negó al Señor— se convertirán en testigos fieles, dispuestos a dar su vida por causa de Jesús. No se dejarán intimidar ni siquiera por las autoridades judías hostiles, que pretenderán prohibirles anunciar el mensaje del Señor a los hombres.

En el pasaje de hoy, cuando es interrogado por el sumo sacerdote, la actitud de Jesús resulta aún más clara. Uno de los criados le dio una bofetada después de que respondiera a Anás. Quizá lo consideró una ofensa al Sumo Sacerdote. Pero el Señor, sin reñir ni pelear, pone las cosas en claro: “Si he hablado mal, declara ese mal; pero si tengo razón, ¿por qué me pegas?”

La actitud que vemos en el Señor y, posteriormente, en sus discípulos nos invita a examinar nuestra actitud fundamental frente a las autoridades religiosas. Sin duda, es correcto mostrarles respeto y obediencia. Sin embargo, el respeto y la obediencia no deben distorsionarse por el miedo y el servilismo. De lo contrario, estas virtudes se pervertirán y perderán su belleza y libertad.

La obediencia religiosa no es «independiente», sino que, en última instancia, está vinculada a Dios. Las autoridades religiosas solo pueden pedir legítimamente obediencia cuando ellas mismas obedecen a Dios. Esto lo vemos en los fariseos y escribas, así como también en los sumos sacerdotes de aquel tiempo. Estos actuaron como adversarios de Dios, inspirados por el «padre de la mentira» y el «homicida desde el principio», como dejó claro Jesús. Al prestarles obediencia, se estaría atentando contra la verdad.

También hoy debemos discernir una y otra vez qué corresponde a la verdad de nuestra fe y qué no. Si las autoridades eclesiásticas nos exigieran algo que no está en línea con la auténtica doctrina y moral de la Iglesia, algo contrario al Evangelio, no deberíamos perderles el respeto, pero tampoco podríamos obedecerles. ¡La verdad no tolera una falsa obediencia!

Anás envía a Jesús atado al sumo sacerdote Caifás. El Señor lo permite, no por servilismo, sino para consumar su misión de redimir a la humanidad.

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