Cuando acabó de hablar, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto en el que entraron él y sus discípulos. Judas, el que le iba a entregar, conocía el lugar, porque Jesús se reunía frecuentemente allí con sus discípulos. Entonces Judas se llevó con él a la cohorte y a los servidores de los príncipes de los sacerdotes y de los fariseos, y llegaron allí con linternas, antorchas y armas. Jesús, que sabía todo lo que le iba a ocurrir, se adelantó y les dijo: “¿A quién buscáis?” “A Jesús el Nazareno” -le respondieron. Jesús les contestó: “Yo soy”. Judas, el que le iba a entregar, estaba con ellos. Cuando les dijo: ‘Yo soy’, se echaron hacia atrás y cayeron en tierra.
Les preguntó de nuevo: “¿A quién buscáis?” –“A Jesús el Nazareno” -respondieron ellos. Jesús contestó: “Os he dicho que yo soy; si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos”. Así se cumplió la palabra que había dicho: ‘No he perdido a ninguno de los que me diste’. Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó, hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. El criado se llamaba Malco. Jesús le dijo a Pedro: “Envaina tu espada. ¿Acaso no voy a beber el cáliz que el Padre me ha dado?”
Sucede lo inimaginable… Por desgracia, a veces nos acostumbramos a la maldad del mundo, de manera que las cosas que en realidad nunca deberían suceder se vuelven parte de nuestra vida. Con el paso del tiempo, pierden su espanto y la maldad ya no nos escandaliza como debería.
Sucede lo inimaginable: el Hijo de Dios, que vino a la tierra para anunciar la bondad de su Padre Celestial a los hombres a través de sus palabras y obras, para liberarlos del dominio de las tinieblas y traerles la redención, es aprisionado.
Sucede lo inimaginable: Judas, uno de sus discípulos, traiciona a Jesús y viene con la cohorte, los servidores de los príncipes de los sacerdotes y los fariseos para arrestarlo como a un bandido en el huerto de Getsemaní.
Sucede lo inimaginable… En la tercera estación del Vía Crucis en Jerusalén, hay una representación de ángeles con el horror escrito en sus rostros al ver al Hijo de Dios recorriendo el camino de su Pasión. En su pureza, sienten todo el espanto de que suceda lo inimaginable.
Jesús sabe lo que le espera. Está preparado para esta hora. Sus discípulos no fueron capaces de sobrellevar con él el sufrimiento que le sobrevino en el Huerto de los Olivos, como se describe en el Evangelio de Lucas (22, 39-46). Era demasiado pesado para ellos. Así, el Señor tuvo que aceptar el “amargo cáliz del sufrimiento” según la Voluntad del Padre sin contar con ayuda o compañía humana. Sabemos que así lo hizo cuando dijo a su Padre: “Si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42). Entonces “se le apareció un ángel del cielo que le confortaba” (v. 43).
Ahora, Jesús sale al encuentro de sus perseguidores y se revela a ellos para proteger a sus discípulos. Estos se echaron hacia atrás y cayeron en tierra. Pedro quiere defender a su Señor con su espada para impedir que lo capturen. Pero el Señor lo retiene y pronuncia aquellas significativas palabras que Pedro aún no comprendía en ese momento: “¿Acaso no voy a beber el cáliz que el Padre me ha dado?”
No era ni es fácil para el ser humano comprender que Dios asuma voluntariamente el sufrimiento para redimir a la humanidad. Jesús no se ve forzado en esta situación, impotente y a merced de sus enemigos, que quieren capturarlo. Él mismo había dicho a Pedro: “¿Piensas que no puedo acudir a mi Padre y al instante pondría a mi disposición más de doce legiones de ángeles?” (Mt 26,53).
La respuesta del Dios omnipotente, que no hace recaer el castigo merecido sobre todos los hombres, destruyendo la tierra y deshaciéndose para siempre de la maldad, resulta inimaginable para nosotros en un primer momento. Pero nuestro Padre es diferente. Él sufre por sus hijos que se alejan de Él y se vuelven a falsos dioses.
Sólo podemos comprender sus caminos cuando nos abrimos al amor de Dios y llegamos a conocerlo como Él es en verdad. Entonces veremos al Padre en todo lo que Jesús dice y hace, y comprenderemos que Él vino al mundo para revelarnos el amor del Padre Celestial. Dios mismo quiere borrar la culpa de los hombres y está dispuesto a pagar el precio de rescate por ellos.
Pedro debe comprender que Jesús no quiere eludir el sufrimiento que le espera. Quiere beber el cáliz que el Padre le ofrece. Éste se convertirá para nosotros en el “cáliz de la salvación” (Sal 116,13). Es el sufrimiento que Dios acepta voluntariamente en su Hijo, que nos limpia de nuestros pecados con su sangre y lo vuelve a hacer cada vez que acudimos a Él arrepentidos.
Pedro lo entenderá. Ya muy pronto tendrá que enfrentarse a los límites de su capacidad de amar y entonces se arrepentirá profundamente.
Pero no solo él, sino todos nosotros estamos llamados a comprender más profundamente el inconmensurable amor de Dios. Entonces iremos notando que Dios respondió a lo inimaginable que sucedió con el acto más grande de su inagotable amor. ¡Solo así podía salvarnos a todos!