EVANGELIO DE SAN JUAN (Jn 15,19-27): “El odio infundado a Jesús”  

“Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de las palabras que os he dicho: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán. Si han guardado mi doctrina, también guardarán la vuestra. Pero os harán todas estas cosas a causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado. Si no hubiera venido y les hubiera hablado, no tendrían pecado. Pero ahora no tienen excusa de su pecado. El que me odia a mí, también odia a mi Padre. Si no hubiera hecho ante ellos las obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado; sin embargo, ahora las han visto y me han odiado a mí, y también a mi Padre. Pero tenía que cumplirse la palabra que estaba escrita en su Ley: ‘Me odiaron sin motivo’. Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. También vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo”.

En el pasaje de ayer, Jesús dejó claro a sus discípulos que fue Él quien los eligió. Esto se aplica a cada vocación. El Señor escoge a los suyos y en esta certeza podemos apoyarnos y confiar, especialmente cuando atravesamos crisis personales.

Esta elección acarrea consigo el odio del mundo contra los discípulos de Jesús, por el simple hecho de que siguen al Señor y no se someten al espíritu y al príncipe de este mundo. Ellos pertenecen a Dios y, por tanto, surge automáticamente la distancia hacia un mundo alejado de Él. Hoy en día, muchas veces en la Iglesia ya no se quiere escuchar hablar de esta distancia del cristiano respecto al mundo. En lugar de ello, se corre el peligro de adaptarse cada vez más al espíritu del mundo. Algunos incluso están tan confundidos que piensan que la renovación de la Iglesia surgiría de esta adaptación al mundo y que así se ganarían más personas para Cristo. ¡Qué error! Con tales pasos, uno tal vez pueda escapar del odio del mundo, pero tampoco ya no tiene ningún mensaje relevante que transmitirle y termina convirtiéndose en una parte de él. No podemos pasar por alto que actualmente se perciben tales tendencias: una Iglesia adaptada al mundo que pierde la sal y oscurece la luz de Cristo que ha de brillar a través de ella.

Por otra parte, los que se aferran a la Palabra y a la Ley del Señor tienen que experimentar la hostilidad del mundo y sufrir persecución por causa de Jesús. Ha sido así desde el principio y seguirá siendo así hasta el final, pues se trata de una enemistad mortal impulsada por los poderes de las tinieblas. Es importante tomar conciencia de que no existe ninguna razón objetiva para este odio, como claramente vemos en el caso de Jesús. «Él no cometió pecado ni se encontró engaño en su boca» (1 Pe 2, 22), anunció la palabra del Padre y le glorificó con sus signos y milagros al servicio de los hombres. Sin embargo, recibió a cambio el odio de aquellos que deberían haber sido los primeros en reconocerle.

Todo lo que Jesús hizo atestigua contra sus perseguidores. Ellos escucharon sus palabras y vieron obras que ningún otro hizo. Por tanto, no tienen excusa para su pecado. Jesús lo deja claro: “Me han odiado a mí y también a mi Padre.”

Es necesario encarar estas palabras de Jesús. En el Evangelio según San Juan se pone de manifiesto de forma particular la enemistad del mundo contra Dios. Cuando escuchamos diversos relatos evangélicos, quizá no nos percatamos suficientemente de lo que significa que el pueblo elegido, y en particular sus líderes religiosos, se hayan entregado a esta enemistad mortal contra Jesús, el Hijo de Dios. Nada de esto es normal, nada de esto es comprensible, nada de esto tiene una justificación objetiva.

Aunque vemos una y otra vez en la historia de Israel a un pueblo obstinado que cae una y otra vez en la infidelidad y cuyos reyes hacen frecuentemente lo que desagrada al Señor, nunca podemos ni debemos acostumbrarnos a la maldad abismal que sale a la luz en el comportamiento de las autoridades religiosas hacia el Hijo de Dios y, por tanto, hacia su Padre.

No era el plan de Dios que los suyos no le recibieran, así como tampoco podía ser el plan originario de Dios que un ángel maravillosamente creado por Él se pervirtiera y se convirtiera en un demonio hostil a Él.

Nos encontramos aquí con lo absurdo del mal, que de forma autodestructiva quiere arrastrarlo todo al abismo. En lugar de convertirse en los primeros pregoneros y testigos del Mesías esperado durante siglos, los líderes religiosos del judaísmo se obstinaron en el odio contra él hasta la muerte, ¡sin motivo alguno!

Entonces fue el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, quien se convirtió en testigo de la gloria de Cristo y llevó su mensaje con autoridad a lo largo de los siglos. Y los discípulos fieles, el remanente santo de Israel, serán sus testigos hasta los confines de la tierra. Hasta el día de hoy es preciso seguir transmitiendo este testimonio, para que nunca se apague. Así, se contrarresta el odio infundado y absurdo contra Dios con su infinito amor y misericordia, de manera que, de ser posible, todos se conviertan a Él y obtengan el perdón de sus pecados.

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