Ap 10,8-11
La voz del cielo que yo había oído me habló otra vez y me dijo: “Ve y toma el librito que está abierto en la mano del ángel, el que está de pie sobre el mar y la tierra.” Fui hacia el ángel y le pedí que me diera el librito. Me respondió: “Toma, devóralo. Te amargará las entrañas, pero te sabrá dulce como la miel.” Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y sentí en mi boca el dulzor de la miel. Pero, cuando lo comí, se me amargaron las entrañas. Entonces me dicen: “Tienes que profetizar otra vez contra numerosos pueblos, naciones, lenguas y reyes.”
La Palabra de Dios puede ser dulce como la miel al paladar, sencillamente porque es la verdad. Sin embargo, especialmente para aquellos que la anuncian, puede también ser amarga.
Al final de la lectura del Apocalipsis que hoy escuchamos, se dice que Juan tendrá que profetizar una vez más contra numerosos pueblos y naciones, y anunciarles, entre otras cosas, las siete plagas que les sobrevendrán.
Por más amargo que resulte anunciar tales cosas a los hombres, aquellos que están llamados a hacerlo no pueden simplemente evadirlo. El Apocalipsis –al igual que el Señor mismo en los evangelios– no nos oculta cuáles son las consecuencias de una vida alejada de Dios.
Todas las plagas descritas en este libro no son simples fenómenos naturales que suceden inevitablemente; sino que sirven para la purificación de la humanidad. Si se quiere, se puede decir que son a veces el “último remedio” para hacer entrar en razón a los hombres.
“Quien no quiera escuchar, tendrá que sentir” –dice un refrán alemán, dando a entender que el que no entre en razón por las buenas, tendrá que aprender por la experiencia. Pero hay que añadir que ni siquiera este último remedio es seguro, porque, como el mismo Apocalipsis nos dirá más adelante, hubo situaciones en que los hombres no se convirtieron ni aun al sentir aquellas grandes plagas; sino que se endurecieron más todavía (cf. Ap 16,9).
En este contexto, podemos echar un vistazo también al evangelio de este día, que relata la purificación del Templo (Lc 19,45-48). Ciertamente fue amargo para el Señor tener que expulsar a los vendedores del Templo. ¡Cuánto le hubiera encantado –y ese sigue siendo su deseo hasta el día de hoy– que el Templo sea un lugar santo, dedicado a la adoración de Dios! ¡Cuánto le agradaría que los hombres, a pesar de todas sus debilidades, luchasen seriamente por la santidad, convirtiéndose ellos mismos en templos de Dios (cf. 1Cor 3,16)!
Sin embargo, la realidad que se nos muestra es distinta: El Templo estaba siendo empleado para otros fines; el templo del cuerpo es ensuciado por el pecado; los hombres mismos atraen el juicio sobre ellos… Y si entonces Dios permite que recaiga sobre ellos el juicio, aún están en peligro de no sacar las conclusiones apropiadas.
No obstante, el Templo tiene que ser purificado. Puesto que Dios ofrece a cada persona la posibilidad de la conversión y perdona los pecados, puede siempre haber un nuevo comienzo. ¡Esta oferta de la gracia ha de estar siempre presente en el anuncio, para que los hombres no se desanimen o, peor aún, caigan en desesperación! Pero, al mismo tiempo, también hay que mostrarles claramente lo que puede suceder si no se convierten… Si omitiríamos este último aspecto, nosotros mismos nos haríamos culpables.
Por tanto, hace parte del amor verdadero el estar dispuestos a asumir la amargura del anuncio, diciendo aquello que no les agrada escuchar a las personas o que incluso podría suscitar su rebelión. De lo contrario, no habría un libro como el Apocalipsis, ni el Antiguo Testamento con sus fuertes sentencias, ni tampoco las palabras a veces severas de Jesús… En pocas palabras, no fuese ya la fe católica; sino una fe distinta, que solamente selecciona aquello que a las personas les agrada oír.
La misma Escritura ya nos advierte de que vendrán maestros que simplemente halagarán los oídos (cf. 2Tim 4,3), falsificando así la Palabra de Dios. También en estos tiempos existen en la Iglesia tales doctrinas falsas, y parecen ser cada vez más abundantes. Este estado es grave; pero aún más grave es el hecho de que muchos pastores callen, que permitan que las falsas doctrinas sigan difundiéndose o, en el peor de los casos, incluso las apoyen.
En su libro “El viñedo devastado” (1973), Dietrich von Hildebrand se lamentaba de que no se haga uso de la autoridad dada por Dios. Así escribe en el primer capítulo[1]:
“El no hacer uso de la autoridad otorgada por Dios es quizá uno de los errores con más graves consecuencias en la Iglesia de hoy. Porque así no sólo no se detienen las enfermedades, las herejías, la abierta y sutil devastación del viñedo; sino que se les abren las puertas. El no hacer uso de la santa autoridad para proteger la santa fe conduce necesariamente a la desintegración de la Iglesia.”
¡Una situación gravísima! Y para colmo de males, es más probable que se corrija y sancione a aquellos que defienden la fe tradicional que a los que enseñan cosas contrarias a la doctrina. Aunque a veces los defensores de la fe tradicional empleen un tono severo y quizá no tengan siempre el suficiente tacto, son ellos los que se oponen a la creciente devastación del viñedo. ¡Que el Señor intervenga y ordene todo conforme a su Voluntad!
[1] Von Hildebrand, D. (1973). Der verwüstete Weinberg [El viñedo devastado]. (Feldkirch: LINS-Verlag, 1973), 19-20. Traducido por Mirjana Gerstner.