Ojalá el Señor infundiera en todos su Espíritu

Num 11,25-29

En aquellos días, el Señor bajó en la Nube y habló a Moisés. Luego tomó algo del espíritu que había en él y se lo dio a los setenta ancianos. Y en cuanto reposó sobre ellos el espíritu, se pusieron a profetizar, pero esto no volvió a repetirse.

Habían quedado en el campamento dos hombres, uno llamado Eldad y otro Medad. Reposó también sobre ellos el espíritu, ya que, si bien no habían salido a la Tienda, eran de los designados. Y profetizaban en el campamento. Un muchacho corrió a anunciar a Moisés: “Eldad y Medad están profetizando en el campamento.” Josué, hijo de Nun, que estaba al servicio de Moisés desde su mocedad, tomó la palabra y dijo: “Mi señor Moisés, prohíbeselo.” Le respondió Moisés: “¿Es que estás tú celoso por mí? ¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!”

“¡Ojalá el Señor infundiera en todos su espíritu!”

Moisés pronuncia algo que es profundamente deseable. Todo el Pueblo de Israel y todos los hombres en general deberían estar llenos del Espíritu del Señor, como dice la profecía de Joel: “Yo derramaré mi espíritu sobre todo mortal y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, vuestros ancianos tendrán sueños, vuestros jóvenes verán visiones. Y hasta sobre siervos y siervas derramaré mi espíritu en aquellos días” (Jl 3,1-2).

¡Esto es lo que Dios ha previsto para los hombres! En la eternidad será así. Todos reconocerán a Dios y lo alabarán en un mismo Espíritu. 

Pero ¿cuál es la situación aquí en la Tierra? 

Todos los días pedimos en el Padrenuestro que el Reino de Dios venga y que su Voluntad se cumpla en el Cielo y en la Tierra. Cuando estas grandes peticiones se hacen realidad, podemos vivir en aquella paz y unidad que anhelamos en lo más profundo de nuestro ser, y experimentamos ya aquí en nuestra vida terrenal un reflejo de lo que será en la eternidad. 

En sus cartas, San Pablo habla sobre la unidad en el Espíritu y exhorta a las comunidades cristianas a preservarla (cf. Ef 4,1-6). En efecto, esta unidad es un signo vivo de la presencia del Espíritu Santo, que debería llenar a todos los cristianos y en la cual todos tienen parte. La unidad es un regalo que tiene su fundamento en Dios. No da lugar a una uniformidad impersonal; sino que crea una deleitante diversidad, en un solo Espíritu. Aquí se cumple algo de lo que Moisés expresa cuando dice: “¡Ojalá el Señor infundiera en todos su espíritu!”

Aunque con justa razón anhelamos y pedimos que todas las personas lleguen a la Iglesia Católica, para que se cumplan las palabras del Señor de que habrá “un solo rebaño y un solo pastor” (Jn 10,16), desconocemos cuál es el camino y el momento que el Espíritu Santo elegirá para ello. Lo que a nosotros nos corresponde es seguir dócilmente su guía, para que Él pueda realizar su obra a través de nosotros. 

Ahora bien: aunque sea necesaria esta amplitud del Espíritu, para no limitar su actuar con nuestra estrechez, debemos al mismo tiempo discernir cuidadosamente si el que está obrando es realmente el Espíritu Santo o es otro espíritu. 

Entonces, la amplitud de espíritu no nos exime de aplicar cautelosamente el discernimiento de los espíritus, para que podamos distinguir con claridad dónde obra el Espíritu Santo, dónde actúa el hombre o dónde incluso hay influencias luciferinas. 

En estos tiempos estamos muy necesitados del espíritu de discernimiento, para reconocer el obrar del Espíritu donde quiera que se manifieste, y, por el otro lado, para percibir claramente dónde actúa un “espíritu distinto” (cf. 1Cor 11,4). 

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