Rom 9,1-5
Hermanos: Cristo es testigo de que digo la verdad, y de que no miento –además me lo dice mi conciencia, guiada por el Espíritu Santo–: siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues desearía ser yo mismo maldito, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne. Son israelitas; ellos disfrutaron de la adopción filial, de la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas y los patriarcas; de ellos también procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén.
¡Qué gran amor por su Pueblo se manifiesta en estas palabras del Apóstol! Al mismo tiempo, reconoce profundamente lo que Dios les había confiado. Precisamente esta consciencia de que el Pueblo de la Antigua Alianza había sido escogido y abundantemente bendecido por Dios, hace que su dolor sea tan grande. Es la tristeza de que no hayan reconocido a Aquél a quien se dirigía toda su historia con Dios: “Cristo, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos.”
San Pablo incluso se atreve a pronunciar esta estremecedora afirmación: “Desearía ser yo mismo maldito, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne.”
Cuando escuchamos tales palabras de boca del Apóstol y quizá recordamos lo que dice posteriormente en la Carta a los Romanos sobre la posición de Israel en la historia de la salvación, podemos cuestionarnos si también en nosotros arde este fuego del amor.
¿Qué hay de nosotros, los católicos, que hemos recibido de Dios aún mucho más que el Pueblo de Israel? ¿Es que estamos conscientes –como lo estaba San Pablo– de la enorme gracia que significa poder conocer al Señor? Para él, el encuentro con Jesús fue la hora crucial, a partir de la cual puso toda su vida al servicio de Cristo. ¿Qué clase de fuego es éste? ¿Puede acaso ser otro que el fuego del Espíritu Santo, que se encendió en el Apóstol? Este fuego despertó en él aquel deseo que llenaba el Corazón de Nuestro Señor; el deseo de dar su vida por todos los hombres y buscar a la oveja perdida (cf. Lc 15,4-7). ¡Éste es el gran anhelo de Jesús, que se hizo pecado por nosotros (cf. 2Cor 5,21), para salvarnos!
Para que también en nosotros pueda arder este amor, la clave es la unión íntima con el Espíritu Santo, quien es el amor entre el Padre y el Hijo. ¿Acaso no habló Jesús sobre el fuego que quería arrojar sobre la tierra y deseaba que ardiera ya (Lc 12,49)?
Fue este fuego el que impulsó a San Pablo y a los apóstoles a llevar el mensaje de la salvación a todas partes; fue este fuego el que encendió a los misioneros para que fueran a tierras lejanas; fue este el fuego que condujo a los religiosos a la oración y al camino de la santificación; y este mismo fuego hizo que tantos fieles cumplieran en el mundo la tarea que Dios les había encomendado. Encendido por este fuego, un San Francisco de Asís quiso convertir al Sultán y un San Francisco Javier, conquistar la India y China para el Señor. Este fuego impulsó a los jesuitas de aquella época a llegar hasta las más crueles tribus indígenas, para anunciarles el evangelio. Y este mismo fuego ardía en todos aquellos mártires que antepusieron la fidelidad a Cristo a su propia vida.
¿Es que se ha extinguido este fuego? Ciertamente no del todo, pero sí que se ha debilitado.
Para que este fuego arda también en nosotros y se acreciente nuestro deseo de que las personas se encuentren con la bondad de Dios, podría ayudarnos asimilar estas palabras de San Pablo y descubrir cada vez más la belleza, dignidad y singularidad de nuestra vocación en Cristo, reconociendo más y más todo lo que Él nos ha confiado y seguirá confiándonos.
Ciertamente se puede leer en estas palabras del Apóstol de los Gentiles el amor de Dios a su Primogénito, el Pueblo de Israel, que hasta el día de hoy no ha regresado a casa. Esto nos llama a orar por la iluminación y la conversión de Israel. ¡Sin duda nuestro amigo San Pablo estaría muy agradecido si lo hiciéramos!
Quizá también podamos dejarnos inflamar por esta significativa afirmación del Papa Pío XII: “Es un misterio verdaderamente tremendo, que jamás se meditará bastante, que la salvación de muchos dependa de la oración y sacrificio de unos pocos.”
Pidámosle insistentemente al Espíritu Santo que, a través del camino que Él considere más apropiado para llegar a nosotros, nos despierte de toda letargia espiritual y nos encienda como a un San Pablo, para que podamos cumplir con gratitud la misión que Dios nos ha encomendado, para gloria suya y para la salvación de las almas.