El primado de la contemplación

Lc 10,38-42

En aquel tiempo, entró Jesús en un pueblo, donde una mujer, llamada Marta, lo recibió en su casa. Tenía ésta una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Al fin, se paró y dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude.” Le respondió el Señor: “Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada.”

La interpretación habitual y ciertamente correcta de este pasaje del evangelio es que la dimensión contemplativa debe ocupar el primer rango en nuestra vida, aun por encima de la acción. Por eso las comunidades contemplativas –es decir, aquellas que se dedican por completo a la oración y al camino de la transformación interior– ocupan un lugar especial en la Iglesia.

En las turbulencias de la Revolución Francesa, por ejemplo, ya no se toleraban las órdenes contemplativas y se les exigía que convirtieran sus monasterios en comunidades activas, que prestaran servicios de educación, de salud, etc., porque no se entendía la dimensión de la vida interior.

En efecto, cuando los hombres se apartan de Dios, se opondrán en primer lugar a la contemplación, pues los frutos de un camino tal sólo pueden reconocerse con los ojos de la fe. La contemplación escapa a la lógica de la vida natural, por así decir. Realmente se cumple lo que con acierto dijo San Pablo: “El hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios, pues son necedad para él y no puede conocerlas, porque sólo se pueden enjuiciar según el Espíritu.”(1Cor 2,14). Y puesto que no entiende las cosas de Dios, su primer ataque se dirigirá contra aquello que más glorifique a Dios, que es precisamente esta forma de vida, totalmente enfocada en el Señor, en la que se hace realidad de manera especial la intimidad de la relación de amor entre Dios y el hombre.

También Santa Marta tuvo que ser corregida por el Señor, para comprenderlo más a profundidad. Ciertamente ella pensaba que Jesús la apoyaría en exigir la ayuda de su hermana. Pero, como en tantas otras ocasiones, el Señor dio una respuesta totalmente inesperada, y le amplió su horizonte.

María, en cambio, había comprendido mejor lo que significaba la presencia de Jesús. Si el Señor está ahí, lo primero que hay que hacer es escucharle e interiorizar sus palabras.

La vida contemplativa reposa en el corazón del Padre y procura vivir en su amor y cultivarlo. Esto sucede particularmente en la oración. De hecho, Dios mismo quiere morar en nuestro corazón (cf. Jn 14,23), y para Jesús fue más fácil comunicarse a una María, atenta a sus palabras y sentada a sus pies, que a una Marta, demasiado ocupada en los quehaceres.

Esta actitud receptiva es la que corresponde a la vida de la gracia, pues la gracia siempre nos precede y se nos ofrece. Es Dios el que actúa, movido por el amor; es Él quien se dona a nosotros, pero necesita nuestra respuesta receptiva. Y entonces, habiendo interiorizado la Voluntad de Dios, también seremos capaces de actuar correctamente.

Así que estamos llamados a ser, en primer lugar, receptivos y oyentes, para que, conociendo más profundamente a Dios, podamos actuar en su Espíritu.

¡Jamás perdemos tiempo cuando se lo dedicamos a Dios en la forma apropiada! Los maestros de la vida espiritual tienen razón cuando insisten en que toda obra realizada en conformidad con la Voluntad de Dios y con pureza de corazón posee un carácter sobrenatural. ¡Estas obras superan a las que hagamos movidos por nuestra buena voluntad a nivel meramente natural!

Éste es el orden y equilibrio adecuado: primero la oración y después las obras. Si aplicamos este criterio en el lugar en el que Dios nos ha colocado, los frutos serán grandes y enriquecerán nuestra vida. 

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