La memoria que hoy celebramos se remonta a la Fiesta de los “Siete dolores de María”, que fue introducida por el Papa Benedicto XIII en el año 1721.
En el cristianismo de Oriente, desde los primeros siglos se venera a la Madre Dolorosa. El gran poeta Efrén el Sirio (+373) canta ya sobre la Virgen bajo la Cruz, y un gran número de autores de la antigüedad cristiana tematizan los Dolores de María. Estos textos pasaron a formar parte de la liturgia de Oriente. Así, ya en el siglo VI era habitual la representación de María bajo la Cruz.
En el Occidente, en cambio, la devoción a la Virgen de los Dolores empezó a difundirse apenas desde el siglo XII. La Orden de los Siervos de María (servitas), fundada en 1233, dio a conocer la veneración a la “Mater Dolorosa” a una buena parte del pueblo cristiano. En este tiempo, surgió también el famoso himno a la Madre Dolorosa, el “Stabat Mater”. Así, desde la Edad Media está profundamente arraigada en el corazón de los hombres la veneración a la Virgen de los Dolores. También surgieron entonces sitios de peregrinación con la imagen que representa a Jesús siendo colocado en el regazo de su Madre Dolorosa tras el descenso de la Cruz.
Los siete Dolores de María se refieren a los siguientes momentos de su vida:
- La profecía de Simeón: “Una espada te atravesará el alma” (Lc 2,34-35).
- La huida a Egipto (Mt 2,13-15).
- La búsqueda del Niño Jesús (Lc 2,41-52).
- El encuentro con Él camino al Calvario (tradición oral; cf. Lc 23,27).
- La Muerte de su Hijo (Jn 19,17-39).
- El Cuerpo de Jesús es colocado en su regazo, tras el descenso de la Cruz (tradición oral).
- La sepultura de Jesús (Mt 27,57-61).
Al hacer referencia a los siete Dolores de María, la Sagrada Escritura y la tradición fidedigna de la Iglesia nos muestran la unión íntima entre la Madre y el Hijo. Los dolores del Hijo son los dolores de la Madre; las alegrías del Hijo son también las alegrías de la Madre. Aun más allá de la capacidad natural de una madre de sufrir por su hijo, el sufrimiento de María está ligado a la salvación de toda la humanidad. Su Hijo, por el que Ella sufre, es también el “Hijo del hombre”; Aquél que ofrece la salvación a todos los hombres por medio de su Pasión, Muerte y Resurrección. Por eso, desde el principio, cuando el Ángel le trajo el anuncio (Lc 1,26-38), el sufrimiento de María fue una participación en el sufrimiento redentor de su Hijo.
Si nosotros nos unimos a Ella meditando las diversas estaciones, para comprender más profundamente su dolor, también nosotros estaremos participando de esta dimensión redentora del sufrimiento. Así, su dolor se convierte en nuestro dolor.
Cada uno de estos dolores de María fue difícil de sobrellevar: la fuerte profecía del anciano Simeón, anunciando el sufrimiento que le esperaba; abandonar el hogar para huir a Egipto; la angustiosa búsqueda del Niño de doce años; el encuentro con su Hijo tan amado en el vía crucis, viéndolo en tal sufrimiento; Su Muerte en la Cruz (¿qué madre puede soportar un tormento tal?); tener a su Hijo –a quien Ella había dado a luz– muerto en su regazo; presenciar su sepultura…
Pero, ¿cuál era su mayor dolor, en todos estos sufrimientos por su Hijo?
Creo que encontré mi respuesta en el Gólgota (el Calvario), en la Basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén.
Cuando estamos en Tierra Santa, suelo pasar varias horas de la madrugada en oración, ante la imagen de la Madre Dolorosa. Su estatua se encuentra justo al lado del lugar de la Cruz de Nuestro Señor, y su rostro está marcado por el dolor.
Creo que su mayor sufrimiento es el rechazo al sacrificio de amor de su Hijo. Es una herida que seguirá sangrando mientras exista el mundo, y mientras aquellos que están llamados a vivir como hijos de Dios rechacen la Redención que su Hijo les ofrece. ¡Esto habrá desgarrado su corazón!
Precisamente aquí tenemos una gran oportunidad de ser consuelo para la Madre del Señor. Si lo más importante para Ella es que las personas reconozcan el amor que el Padre Celestial nos ofrece en su Hijo, le seremos un gran consuelo si hacemos todo lo posible para que este amor cobre forma en nosotros y para anunciárselo a las otras personas en palabras y de obras.
Para terminar, quisiera dedicarle a nuestra amada Virgen y Madre el siguiente canto, cuyo texto nos fue inspirado en la oración. Podría prestarse para una meditación:
A Él, a mi Señor, lo rechazaron,
que nos ha dado Su amor hasta la Cruz.
A Él, Cabeza de la Creación,
a Él, que lo creó todo con Su amor,
a Él, que habita en mí sin igual,
a Él lo rechazaron.
Él, la vida de mi vida,
coronado de espinas, burlado y torturado.
En Sus ojos yo vi el dolor,
el dolor por todo el mundo.
A Él, a mi Señor, lo rechazaron,
que nos ha dado Su amor hasta la Cruz.
Escuché Su grito hacia el Padre,
el grito por la vida,
nadie como yo lo conoció,
al Hijo de Dios, que es también mi Hijo.
Con mis ojos tuve que contemplar
al Cuerpo que yo di a luz,
a mi amor, vilmente traicionado,
vendido, crucificado y cruelmente llevado a muerte.
A Él, a mi Señor, lo rechazaron,
que nos ha dado Su amor hasta la Cruz.
Sus dolores me atormentaron,
yo vi Su amor en la cruz.
Mi corazón se quebrantó dentro de mí,
en mi dolor por Él.