Con gran alegría, nos fijamos hoy en San Agustín; cuya conversión trajo tanta bendición a la Iglesia. Podemos estar seguros de que la oración de su madre, Santa Mónica, y su batallar por él jugaron un papel importante para que Agustín finalmente encontrara el camino hacia Dios. Él mismo dejó por escrita su lucha en sus así llamadas “Confesiones”; un libro que siempre vale la pena leer. Empezó a escribirlo después de que resplandeció sobre él la luz de la fe; después de haber entendido cómo hay que vivir el seguimiento de Cristo.
San Agustín tuvo que recorrer un largo camino con muchas luchas. Algo que le resultó particularmente difícil fue vencer las apetencias de la carne. A continuación, escucharemos un pasaje tomado del Libro Octavo de las Confesiones de San Agustín, que nos da una perspectiva conmovedora del momento decisivo de su conversión:
Reteníanme unas bagatelas de bagatelas y vanidades de vanidades, antiguas amigas mías; y tirábanme del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: “¿Nos dejas?” Y “¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?” Y “¿desde este momento nunca más te será lícito esto y aquello?” ¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me sugerían con las palabras “esto” y “aquello”! Por tu misericordia aléjalas del alma de tu siervo. ¡Oh, qué suciedades me sugerían, que indecencias! (…)
Hacían que yo, vacilante, tardase en romper y desentenderme de ellas y saltar adonde era llamado, en tanto que la costumbre violenta me decía: “¿Qué?, ¿piensas tú que podrás vivir sin estas cosas?”
Mas apenas una alta consideración sacó del profundo de su secreto y amontonó toda mi miseria a la vista de mi corazón, estalló en mi alma una tormenta enorme, que encerraba en sí copiosa lluvia de lágrimas. Y para descargarla toda con sus truenos correspondientes, me retiré de junto a Alipio -pues me pareció que para llorar era más conveniente la soledad- y me retiré lo más remotamente que pude, para que su presencia no me fuese estorbo. (…) Yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lágrimas, brotando dos ríos de mis ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí con el mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas: “¡Y tú, Señor, hasta cuándo! ¡Hasta cuándo, Señor, has de estar irritado! No quieras más acordarte de nuestras iniquidades antiguas.” Sentíame aún cautivo de ellas y lanzaba voces lastimeras: “¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana! ¡mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis vergüenzas en esta misma hora?”
Decía estas cosas y lloraba con amarguísima contrición de mi corazón. Mas he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: “Toma y lee, toma y lee”. (…) Y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese la Sagrada Escritura y leyese el primer capítulo que hallase. Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había llegado por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: “Vete, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme”, se había al punto convertido a ti con tal oráculo.
Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio, allí donde yo había dejado los escritos del Apóstol Pablo al levantarme de allí. Lo tomé, pues; lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, y decía: “No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos.”
No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas.
Escuchemos ahora el relato de aquel momento en que San Agustín hace partícipe a su madre, Santa Mónica, de la experiencia que acababa de vivir, pues el agradecido converso entendía ahora cuánto había ella sufrido por su causa. ¡La alegría de su madre es tanto más grande!
Después entramos a ver a la madre y le contamos lo que había sucedido, y se llenó de gozo; le contamos el modo cómo había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a Ti, que eres poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos, porque veía que le habías concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía con gemidos lastimeros y llorosos. Porque de tal modo me convertiste a ti que ya no apetecía esposa ni abrigaba esperanza alguna de este mundo, estando ya en aquella regla de fe sobre la que hacía tantos años me habías mostrado a ella. Y así convertiste su llanto en gozo…
Este conmovedor testimonio de San Agustín, que después de un largo combate volvió a Dios, nos muestra las características de una verdadera conversión; la conversión de una vida de pecado a la santa fe. Cuando el amor de Dios lo venció, San Agustín dejó atrás de una vez y para siempre su antigua vida. Ésta ya no pudo retenerlo, aunque ciertamente tendría que seguir luchando.
Una verdadera conversión conduce entonces a un concreto seguimiento de Cristo, como sucedió de forma ejemplar con San Agustín. ¡Es verdaderamente una resurrección de entre los muertos! Ahora, el Espíritu Santo sigue actuando en el converso y lo introduce en su vocación. En el caso de Agustín, vemos con asombro todos los frutos que puede producir una vida después de la conversión. Hasta el día de hoy sigue teniendo efecto: en sus escritos, en sus sermones, en la orden monástica que escribió, y, por supuesto, en su ejemplo, que ha de alentar al que está en busca de la verdad.
Terminemos esta meditación con una hermosa frase de nuestro santo:
“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!”
San Agustín tardó en entregarle todo su amor a Dios, pero, gracias a Dios, no fue demasiado tarde…