Ex 20,1-17
En aquellos días, el Señor pronunció las siguientes palabras: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué del país de Egipto, del lugar de esclavitud. No tendrás otros dioses fuera de mí. No te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en los cielos, abajo en la tierra o en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo, Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian, pero tengo misericordia de mil generaciones con los que me aman y guardan mis mandamientos.
No pronunciarás el nombre de Yahvé, tu Dios, en falso; porque Yahvé no dejará sin castigo a quien pronuncie su nombre en falso. Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso en honor de Yahvé, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad. Pues en seis días hizo Yahvé el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó. Por eso bendijo Yahvé el día del sábado y lo santificó. Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahvé, tu Dios, te va a dar. No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso contra tu prójimo. No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni nada que sea de tu prójimo.”
¡Cuán importantes son en la vida de los hombres los mandamientos sempiternos de Dios! Sólo su observancia les garantiza la vida eterna y, además, establece un profundo orden en su vida terrena. Podemos notar lo que ocurre cuando no se obedecen los mandamientos: el caos entra en las relaciones humanas y la vida de las naciones se oscurece.
De entre todos los mandamientos, quisiera hoy enfocarme en el sexto: “No cometerás adulterio”. La doctrina de la Iglesia ha precisado que este mandamiento se extiende también a la fornicación, es decir, a no practicar el acto sexual fuera del matrimonio. En la actualidad, parece particularmente importante el estudio de este mandamiento, pues su incumplimiento está trayendo consigo tantos males. En nuestro tiempo, se está perdiendo cada vez más la sensibilidad por la dignidad del matrimonio y el valor de la castidad. Por desgracia, hay que lamentar que ni siquiera dentro de la Iglesia se está ofreciendo siempre y en todas partes una clara orientación a las personas en este ámbito, pues la confusión amenaza con penetrar cada vez más en Ella.
Hay que reconocer que para muchas personas el cumplimiento de este mandamiento supone un enorme esfuerzo, ya que frecuentemente nos vemos rodeados de un ambiente sexualizado, en el que tanto las modas como los medios de comunicación bombardean provocaciones para arrastrar al hombre a la esfera de un malsano erotismo. A esto viene a añadirse el hecho de que se ha perdido casi por completo el sentido de la castidad, de manera que los esfuerzos por huir de las ocasiones de pecar incluso se han convertido en objeto de burla.
Sin embargo, la castidad y la fidelidad conyugal siguen siendo un altísimo bien, que permite al hombre vivir en la gracia de Dios y refleja la fidelidad del Señor hacia nosotros, que lo fortalece interiormente y le hace descubrir más y más su propia dignidad.
La castidad prematrimonial preserva la integridad de la persona, la hace fuerte y conserva su capacidad de amar, que en el matrimonio se dirige particularmente a un ‘tú’. Si uno no se ha dispersado y debilitado por una sexualidad previa al matrimonio, podrá donarse por completo a su cónyuge y será más capaz de permanecerle fiel. Así, la persona puede resplandecer en toda su belleza interior y armonía, viviendo el don de sexualidad como Dios lo dispuso.
Lamentablemente, muchos jóvenes hoy en día caen a una edad prematura en la trampa de la sexualidad pervertida, perdiendo así el enorme tesoro de la belleza virginal. Se podría decir que casi ningún joven logra escapar de esta trampa, a menos que haya crecido en el seno de una familia buena y piadosa, o que a temprana edad haya tenido un auténtico encuentro con Jesús. Incluso algunos gobiernos promueven programas de “educación sexual”, en los cuales se incita a los jóvenes a cometer actos impuros, causando graves daños a su posterior desarrollo.
¡Qué sabios son, en cambio, los mandamientos de Dios, que nos invitan a recorrer el camino recto! El mandamiento de ‘no cometer adulterio’ significa no causar sufrimiento a otra persona ni a uno mismo; significa no traicionar el amor; significa conocer mejor el misterio del amor que Dios nos tiene, pues San Pablo habla del amor conyugal como reflejo del amor entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,25-33).
A pesar de la gravedad de la lujuria, Dios ofrece la conversión y la sanación a aquellos que se han perdido en una sexualidad desenfrenada, siempre y cuando quieran cambiar de vida. Con cierto esfuerzo, incluso es posible adquirir una “nueva castidad”, si bien no la integridad e inocencia de la virginidad originaria. Esta “nueva castidad” se cimentará sobre una profunda comprensión del valor de los mandamientos de Dios y sobre la consciencia de la maldad del pecado. Pondrá gran atención a no violar estos mandamientos, evitando todo acto, palabra, gesto o mirada que sean contrarios a la castidad. En la castidad originaria, este pudor es una especie de sentido interior que nace de la inocencia y la integridad; en la ‘nueva castidad’, en cambio, procede particularmente de la gratitud por haber experimentado el amor y el perdón de Dios, y del conocimiento de la suciedad del pecado.
Aunque en nuestra vida hayamos caído muy profundo, Dios nos concederá la gracia de reconquistar nuestra belleza originaria y de cumplir sus mandamientos, si nos arrepentimos y nos volvemos a Él con sinceridad.
NOTA FINAL: A partir de mañana, empezaremos una Novena a Dios Padre, que desembocará en el 7 de agosto, día en que celebraremos la Fiesta del Padre Celestial. El origen de dicha Fiesta está en una revelación privada de 1932, que fue reconocida en aquel entonces por el obispo local. Dios Padre se apareció a una religiosa y expresó, entre otras cosas, su deseo de que se instaurara en la Iglesia una Fiesta litúrgica para honrar a la Primera Persona de la Santísima Trinidad. Aunque ésta no haya sido aún oficialmente establecida, podemos desde ya celebrarla a nivel privado y honrar de manera especial a nuestro Padre Celestial en ese día, preparándonos durante los 9 días anteriores para conocer, honrar y amarlo más profundamente.