Jn 20,19-30
Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, los discípulos tenían cerradas las puertas del lugar donde se encontraban, pues tenían miedo a los judíos. Entonces se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros.” Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.
Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.” Dicho esto, sopló y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.”
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron: „Hemos visto al Señor.” Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos, no creeré.” Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: “La paz con vosotros.” Luego se dirigió a Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.” Tomás le contestó: “Señor mío y Dios mío.” Replicó Jesús: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído.”
Los apóstoles continúan la misión que el Padre encomendó al Hijo; una misión que perdurará hasta el final de los tiempos, cuando llegue a su consumación. Todavía nos encontramos en el tiempo en que el mensaje del Evangelio debe llegar a todas las personas. El mundo moderno, con todos sus avances técnicos, nos ofrece nuevas posibilidades de gran alcance, para que el anuncio se difunda ampliamente.
Para que los discípulos puedan cumplir la misión encomendada, el Señor Resucitado sopla sobre ellos el Espíritu Santo, dándoles el poder de perdonar los pecados y también de retenerlos. Se trata de un poder de gran alcance, pues es el pecado el que nos separa de Dios; es el pecado el que, según su gravedad, deteriora o destruye en nosotros la vida sobrenatural. La Iglesia reconoció este gran regalo del amor como un sacramento, al cual los fieles pueden acudir una y otra vez para ordenar su vida delante de Dios, para empezar de nuevo y ponerse en marcha con la gracia y en la luz de Dios.
Si las personas comprendieran la grandeza de este sacramento, se acercarían con mucha mayor frecuencia para beber de esta fuente de gracia. Dios nos facilita tanto la reconciliación con Él; su Corazón está siempre abierto y a toda hora dispuesto a perdonar. El problema está en nosotros, los hombres, que no aprovechamos lo suficiente esta gracia, y rápidamente perdemos la conciencia de lo que significa el pecado. Tal vez no hemos comprendido bien aún que para Dios, en su infinita misericordia, es una alegría perdonarnos los pecados, que Él sólo está a la espera de que volvamos a Él y que nos ofrece este sacramento también como remedio para nuestra alma. En efecto, ¡cuánto sufrimiento acarrean las culpas no perdonadas! Las personas pueden atormentarse tanto tiempo e incluso caer en desesperación, y no se dan cuenta de que el Corazón de Dios está siempre abierto a la reconciliación, y que lo único que tenemos que hacer es una sincera confesión y nuestro propósito de enmienda, para que el alma pueda ser liberada del peso de la culpa y la gracia que Dios nos ha concedido en su Hijo pueda hacerse eficaz.
El evangelio de hoy nos muestra también la forma en que Jesús trata al Apóstol Tomás en esta circunstancia. Tomás no había querido creer el testimonio de los otros apóstoles, que, llenos de alegría, le dijeron que el Señor Resucitado se les había aparecido. Tomás exigía una prueba y sólo estaría dispuesto a creer bajo la condición de poder asegurarse por su propia cuenta de que era verdaderamente el Señor.
Cuando Jesús se apareció al grupo completo de los apóstoles ocho días después, respondió a la exigencia de Tomás y le cumplió su deseo de ver y palpar sus llagas, para que tuviera la certeza de que el Señor verdaderamente había resucitado.
Quizá podamos ver en Tomás a aquellas personas a las que les resulta difícil abrazar la fe sin una experiencia que toque sus sentidos. Tal vez sean también aquellos que necesitan una y otra vez algún tipo de prueba de que Dios existe, de que Él actúa, de que los ama, etc…
Vemos que Jesús le concede a Tomás la prueba que había pedido; pero de la mano con una importante exhortación: “No seas incrédulo; sino creyente”.
En efecto, la fe no se alimenta en primer lugar de aquello que podemos comprobar a través de los sentidos. Antes bien, será tanto más perfecta cuanto menos busque este tipo de pruebas y se aferre simplemente al Señor y a la verdad revelada.
En la teología mística se conoce el fenómeno de que, a lo largo del camino de seguimiento de Cristo, pueden sernos quitadas precisamente aquellas experiencias sensibles de la fe, como los consuelos, el entusiasmo interior, etc… La finalidad de este proceso de purificación es que no cimentemos nuestra fe sobre nuestras sensaciones; sino sobre Dios mismo y su Palabra.
Por eso, la exhortación de Jesús a Tomás cuenta también para nosotros. ¡Aferrémonos a la fe y confiemos también en el testimonio de otras personas! Dejemos a un lado la desconfianza y las dudas innecesarias, sin caer tampoco en el extremo opuesto de una credulidad ingenua. Así, podrá resplandecer nuestra fe en Jesús Resucitado, para que tengamos vida en su Nombre. Es la fe la que nos concede la vida sobrenatural y nos hace crecer y madurar en ella.