Mc 2,13-17
Jesús se fue otra vez a la orilla del mar. Y toda la muchedumbre iba hacia él, y él les enseñaba. Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: “Sígueme.” Él se levantó y le siguió. Ya en su casa, estando a la mesa, se sentaron con Jesús y sus discípulos muchos publicanos y pecadores, porque eran muchos los que le seguían.
Los escribas de los fariseos, al ver que comía con pecadores y publicanos, empezaron a decir a sus discípulos: “¿Por qué come con publicanos y pecadores?” Lo oyó Jesús y les dijo: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.”
Hoy hemos escuchado una de las palabras centrales de Jesús, que una y otra vez hemos de recordar y profundizar: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.” ¡La Iglesia ha sido enviada a los enfermos y pecadores! ¡Ésta será su misión hasta el final de los tiempos!
Mientras que el Pueblo de Israel debía aislarse de los otros pueblos, para no contaminarse con sus pecados ni dejarse contagiar por sus errores, la venida de Jesús cambió esta situación. A los escribas les resultaba difícil entender este cambio. Pero el Señor les da una respuesta, para ayudarles a comprender la nueva realidad.
Ahora la Iglesia está llamada a ir en busca de los hombres, para anunciarles el amor divino en la fuerza de Dios. ¡Ella se sabe enviada por su Señor! ¡Cuántos misioneros heroicos ha tenido y sigue teniendo la Iglesia; misioneros que anuncian el Evangelio aun bajo las más difíciles circunstancias y se apiadan de las dolencias de las personas!
Nosotros, por nuestra parte, debemos profundizar cada vez más nuestra conversión, de manera que el pecado pierda cada vez más su dominio sobre nosotros y no pueda obstaculizar la obra del Espíritu Santo. Muchas personas, que todavía están enredadas en el pecado y tal vez ni siquiera saben lo que esto significa, están necesitadas de nuestro auténtico testimonio, tanto a través de nuestras palabras como de todo nuestro ser. ¡Qué decepcionante es cuando alguien es capaz de pronunciar grandes palabras, llenas de fuego, pero su testimonio de vida es muy distinto!
El Señor busca a los hombres, para donarse a ellos. Él entra en la vida de un pecador y lo conduce a la conversión. Por tanto, nosotros, como cristianos, no nos aislamos del pecador, por quien Jesús dio su vida; pero, eso sí, nos separamos del pecado como tal. Es Dios, en su misericordia y su deseo de salvar, quien llama al hombre a la conversión y a un cambio de vida.
Por desgracia, hoy en día en ciertos círculos de la Iglesia parece ya no haber una plena consciencia de la gravedad del pecado, de su fuerza destructiva. Se intenta descubrir y apreciar aspectos positivos en relaciones que de por sí son desordenadas. Y la consecuencia de esto es que se llega hasta el punto de olvidar la situación pecaminosa objetiva, en la que se encuentran las personas, y de la que deberían salir. Si se acentúan solamente los elementos positivos de una relación pecaminosa, tal como la unión libre o las relaciones homosexuales, se está relativizando el drama del alejamiento de Dios y el peligro que corre el alma que vive en esa situación. Además, no se tendría presente que cada pecado es un rechazo al amor de Dios.
En el encuentro con la mujer adúltera, Jesús nos traza el camino de cómo debemos tratar con los pecadores. Él no la acusa, no le tira piedras; pero sí le dice con claridad: “No peques más” (cf. Jn 8,3-11).
Jesús viene a salvar en una actitud de amor. El amor es un “sí” fundamental a la persona y quiere lo mejor para ella. En nuestro seguimiento de Cristo, estamos llamados a adquirir esa misma actitud. Intentemos ver a las personas así como Dios nos ve a nosotros, así como el Señor trata a la mujer adúltera: en el amor y en la verdad. Esto quiere decir que no debemos juzgar al pecador; pero sí hacerle ver cuál es la Voluntad de Dios, y ayudarle, en la medida de nuestras posibilidades, para que se aparte de los malos caminos y entre en las sendas de la salvación. Ni despreciar al pecador, ni relativizar el pecado… ¡El amor y la verdad van indisolublemente unidos!