Is 49, 3.5-6
El Señor me dijo: “Tú eres mi Servidor, Israel, por ti yo me glorificaré”. Y ahora, ha hablado el Señor, el que me formó desde el seno materno para que yo sea su Servidor, para hacer que Jacob vuelva a él y se le reúna Israel. Yo soy valioso a los ojos del Señor y mi Dios ha sido mi fortaleza.
Él dice: “Es demasiado poco que seas mi Servidor para restaurar a las tribus de Jacob y hacer volver a los sobrevivientes de Israel; yo te destino a ser la luz de las naciones, para que llegue mi salvación hasta los confines de la tierra”.
Entendemos que este pasaje es una profecía que se refiere a nuestro Señor Jesucristo. Él no ha venido sólo para reunir a las ovejas perdidas de Israel, sino que se ha convertido en luz para todas las naciones. ¡Todos deben saber que Él es el Hijo de Dios!
Jesús no solo es una luz entre otras luces. Él es la “luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9). Cada luz auténtica procede de Él y encuentra en Él su plenitud. Este aspecto es muy importante para comprender la necesidad de la misión. Existe hoy en día la tendencia a dar a todas las religiones el mismo valor y ponerlas a un mismo nivel, afirmando que debemos reconocer y apreciar lo bueno en cada una de ellas.
Es cierto que podemos identificar y reconocer lo bueno que hay en otras religiones, pues también en ellas se hacen presentes las “semillas del Verbo”, y todo destello de la verdadera luz procede del “Padre de las luces” (St 1,17). Pero esto no significa de ninguna manera que no sea necesario confesar a Cristo como la única “luz de las naciones”. ¡Nunca podemos renunciar a esta certeza! Si la Iglesia lo olvidara, se volvería infiel a su Esposo Divino, Cristo.
La Iglesia nunca puede contentarse solamente con servir a los pobres o con fomentar buenas causas humanitarias o políticas en este mundo. ¡No basta con esto! Ante todo, Ella tiene la misión de anunciar la fe, pues sólo al encontrarse con Aquél que es la luz, el hombre puede convertirse también en luz, aunque sea pequeña. ¡Y muchas luces pequeñas traerán claridad a este mundo!
La tendencia a dar a todas las religiones el mismo valor se está adentrando también en la Iglesia. ¡Pero esto no puede ser así! Es cierto que, si comparamos el fervor con que cada persona practica su propia religión, podríamos ver que hay creyentes de otras religiones que, con lo que recibieron, han llegado más lejos que nosotros, que como católicos hemos recibido la plenitud de la gracia y la verdad (Jn 1,16-17). También la Sagrada Escritura nos enseña esta lección, por ejemplo, en la figura del Buen Samaritano. Él, aunque no era judío, actuó mejor que los que habían pasado antes que él, a pesar de que ellos conocían mejor la verdad (Lc 10,25-37). En otra ocasión, Jesús alabó la fe de un centurión romano y dijo que en todo Israel no había encontrado una fe tan grande como la de este hombre, que no era judío (Mt 8,10-12).
Pero, por otra parte, cuando Jesús habla con la mujer samaritana junto al pozo de Jacob, le dice con claridad que “la salvación viene de los judíos” (Jn 4,22). Así, también nosotros estamos llamados a testificar: “¡Cristo es la luz del mundo, de Él viene la salvación! ¡Él es el único Camino al Padre (Jn 14,6)!”.
En su declaración “Dominus Iesus”, el entonces Cardenal Ratzinger, siendo Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, escribió con mucha claridad sobre este tema:
“Ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de religiosidad que proceden de Dios y que forman parte de ‘todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones’. De hecho, algunas oraciones y ritos pueden asumir un papel de preparación evangélica, en cuanto son ocasiones o pedagogías en las cuales los corazones de los hombres son estimulados a abrirse a la acción de Dios. A ellas, sin embargo, no se les puede atribuir un origen divino ni una eficacia salvífica ‘ex opere operato’, que es propia de los sacramentos cristianos. Por otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no cristianos, en cuanto dependen de supersticiones o de otros errores (cf. 1 Cor 10,20-21), constituyen más bien un obstáculo para la salvación.”
Es necesario llevar el Evangelio íntegro y sin recortes a todas las naciones, tal como nuestro Señor nos lo encomendó (cf. Mt 28,19-20), sin dejarnos confundir por otras tendencias. Éstas no están cimentadas ni en la Palabra de Dios ni en la sana doctrina de la Iglesia. En consecuencia, tales tendencias más bien opacan la luz del Evangelio, en lugar de colocarla sobre el candelero (cf. Mt 5,15). Ciertamente San Pablo les diría: “¡De ningún modo!” (Rom 6,1b)