Is 54,1-10
Alégrate, estéril, que no dabas a luz, prorrumpe en gritos de júbilo, tú que no habías concebido; pues tiene más hijos la abandonada que la casada, dice el Señor. Ensancha el espacio de tu tienda, despliega los toldos de tu morada, no te detengas; alarga tus sogas, tus clavijas asegura; pues te abrirás al sur y al norte, tu prole heredará naciones y ciudades desoladas poblará.
No temas, que no te avergonzarás, ni te sonrojes, que no te afrentarán; no recordarás tu vergonzosa soltería y olvidarás la afrenta de tu viudez. Quien te desposa es tu Hacedor: su nombre es Señor todopoderoso. Él es tu redentor, el Santo de Israel, se llama “Dios de toda la tierra”. Como a esposa abandonada y desolada te ha llamado el Señor; como a esposa de juventud repudiada –dice tu Dios–. Por un breve instante te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante, pero me compadecí de ti con amor eterno –dice el Señor, tu Redentor–. Será como las aguas de Noé, cuando juré que no azotarían nunca más la tierra; así he jurado que no volveré a irritarme contra ti ni a amenazarte. Los montes podrán desplazarse, las colinas podrán removerse, mas mi amor no se apartará de ti, ni mi alianza de paz se moverá –dice el Señor que se compadeció de ti.
De la lectura de hoy nos llevamos la maravillosa promesa de que Dios ya no se irritará más contra nosotros, y grabamos en nuestro corazón esta gloriosa afirmación: “Los montes podrán desplazarse, las colinas podrán removerse, mas mi amor no se apartará de ti, ni mi alianza de paz se moverá –dice el Señor que se compadeció de ti.”
Esta palabra de compasión ha venido al mundo, porque “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Sale a nuestro encuentro en el Niño de Belén y nos extiende los brazos. Nos dice que no pasemos de largo ante su amor; que Dios ya no nos oculta su rostro, pues el “Señor de los ejércitos” y el “Dios de toda la tierra” se hace presente en su tierna sonrisa.
Con gran compasión, el Señor atrae a los suyos hacia sí mismo, y el llamado de su amor ha de volver a resonar en el orbe de la tierra.
A todos los que me escuchan, les pido que reavivan en su interior el fuego del Espíritu Santo. Sean fervorosos en el seguimiento del Señor y en el anuncio del Evangelio. En medio de la confusión de estos tiempos, las personas necesitan la luz del Evangelio, el mensaje de esperanza. ¡No se desanimen! ¡Ésta es la hora del Señor, la hora de la salvación! A cada persona Dios le ofrece la conversión. ¡Díganselo! Precisamente ahora, cuando los hombres carecen de pastores que los guíen, hemos de ser “guardianes de nuestros hermanos” (cf. Gen 4,9), para que no sucumban al gran engaño que, con falsas promesas, en realidad hace que las personas caigan en dependencias. ¡La verdadera respuesta a la crisis actual es la conversión!
Nosotros –es decir, los miembros de Harpa Dei y nuestra familia espiritual– le pedimos al Señor que esta Navidad sea particularmente hermosa, y queremos hacer todo lo que esté en nuestras manos para glorificar junto a ustedes al Señor y para acoger profundamente el regalo de su Venida al mundo. Por favor, recen por nosotros, para que seamos receptivos para la santa presencia de Dios, de manera que nuestras meditaciones y cantos puedan tocar a muchas personas y les traigan el consuelo de Dios. ¡Él no se ha olvidado de los hombres! ¡Digámoselo de todas las formas posibles, siempre en el amor y en la verdad!
Nuestra Iglesia debe volver a ser una Iglesia que anuncia. A Ella le ha sido encomendada la salvación que Cristo nos obtuvo, en quien están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Col 2,3). “Ensancha el espacio de tu tienda, despliega los toldos de tu morada, no te detengas; alarga tus sogas, tus clavijas asegura; pues te abrirás al sur y al norte, tu prole heredará naciones y ciudades desoladas poblará.”
No inhalemos el espíritu de este mundo, no absorbamos el veneno del dragón, ni el pernicioso olor del error; alejémonos del relativismo y del modernismo, dejemos atrás la tibieza y volvámonos a Aquél que es el único que realmente puede llenar nuestro corazón.
¡Demos testimonio de Aquél que nació en Belén y que vendrá de nuevo sobre las nubes del cielo!