Mc 16,15-20 (Evangelio correspondiente a la memoria de San Willibrordo de Utrecht)
En aquel tiempo, Jesús se apareció a los Once y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Éstos son los signos que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán curados”.
Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes. El Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que la acompañaban.
La tarea más urgente de la Iglesia sigue siendo la de anunciar el Evangelio a todos los pueblos, para así cumplir la misión que el Señor le encomendó. En efecto, ella está comprometida con este mandato misionero, y si dejase de cumplirlo, perdería su identidad.
Es cierto que se pueden emprender distintos caminos para anunciar el Evangelio, y que pueden modificarse ciertos aspectos en las formas y métodos de transmitirlo. Es necesario emplear con astucia y sabiduría todos los medios que nos ofrecen los tiempos modernos para incrementar la expansión y la fecundidad del anuncio. Pero en su núcleo el encargo es siempre el mismo y el mensaje permanece vigente, aun si cambian las apariencias o costumbres del sitio donde se lo anuncia. Ya sea en China o en las islas más remotas, ya sea en África o en las urbes más modernas; en todas partes se nos dirige esta misión: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado” (Mt 28,19-20).
San Pablo, el gran Apóstol de los Gentiles, exclamaba: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria, ya que estoy bajo la obligación de hacerlo. ¡Ay de mí si no predico el Evangelio!” (1Cor 9,16).
¿Por qué el Apóstol pronuncia estas palabras, si el Evangelio no tolera obligación alguna? Se trata aquí de una “obligación” que brota del amor. El corazón del Apóstol estaba encendido. Jesús lo había atraído profundamente hacia sí, de modo que el perseguidor se convirtió en incansable proclamador del Evangelio. Sí, Pablo había comprendido quién es el Hijo de Dios y cuán grande era la gracia que había recibido de Él. El amor que salió a su encuentro, que lo salvó y lo envió; ese amor inflamaba su corazón. ¡Y precisamente este amor quería anunciar!
¿Quién puede sustraerse a la obligación que brota de este amor? Desde el punto de vista del amor, es imposible; de lo contrario se estaría traicionando el amor. Ésta es, pues, la “obligación” que empuja al Apóstol. Él nunca traicionó al Señor ni se enfrió su amor.
Esta es también la motivación de todos aquellos que se han encontrado con el Señor. Su encargo es lo más importante y tiene prioridad sobre todo lo demás. Dios quiere que su amor llegue a todos los hombres y para ello envía a sus mensajeros. ¡Dichosos aquellos que lo han entendido y se han puesto al servicio de esta misión sin reservas!
Es esencial que el Evangelio sea anunciado sin ambages ni recortes. En el evangelio que hoy hemos escuchado, resuena la profunda gravedad y seriedad del mensaje del Señor. Lo que está en juego no es nada más y nada menos que la salvación de la humanidad. Hoy en día debemos estar bien conscientes de ello, cuando hay corrientes modernistas en la Iglesia que quieren engañarnos, pretendiendo equiparar el mensaje cristiano con las otras religiones o sistemas de creencias. ¡Esto no es cierto! Evidentemente los que propagan tales errores no han conocido ni entendido bien al Señor, además de que han pasado por alto el mensaje que la Iglesia ha anunciado a lo largo de tantos siglos:
¡La fe era, es y seguirá siendo necesaria para la salvación! Jesús mismo se lo dice inequívocamente a sus discípulos: “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará.”
Esta profunda seriedad que ha de tener para nosotros el anuncio del Evangelio se convierte en una fuente de auténtica motivación. Es el amor a Dios el que nos empuja a procurar la salvación de las almas; así como también el amor a los hombres, llamados a estar toda la eternidad con Dios, los ángeles y los santos en un gozo indecible. La persona realiza una gran obra cuando, por encargo del Señor, intenta salvar a los hombres de la condenación eterna.
Si la Iglesia quiere que el Señor, al volver, la encuentre como Esposa fiel, no debe titubear en llevar a cabo la misión que Él le ha encomendado realizar. No debe cansarse de anhelar y luchar para que, bajo la guía del Espíritu Santo, la humanidad sea congregada como “un solo rebaño bajo un solo pastor” (Jn 10,16), para que así todos los hombres encuentren el camino hacia Dios y se conviertan en miembros de la Iglesia.
En la siguiente acécdota sobre la Madre Teresa de Calcuta podemos descubrir claramente esta actitud. Un brillante y cínico periodista inglés, Malcolm Muggeridge, se había convertido a la fe cristiana, pero no se había hecho católico aún. La Madre Teresa le dijo: “Malcolm, tú eres un buen hombre. ¿Por qué no llegas hasta el final y te haces católico?” Malcolm respondió: “Bueno, para responderte con tus propias palabras, Madre, supongo que Dios ve que soy un buen hombre y necesita algunos hombres buenos tanto fuera como dentro de su Iglesia”. Entonces la Madre Teresa pronunció tres simples palabras: “No, no es así”. Y Malcolm escribe en su autobiografía: “No pude responder a ese argumento, así que me hice católico.”